Rocanrol y rebeldes sin causa

La base esencial del rock es el blues, una música primaria, básica, con tendencias a la monotonía, que puede expresar una alegría que conoce el dolor. Surgió en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo diecinueve a partir de los cantos de lamentación de los esclavos africanos importados en el siglo diecisiete. También asimiló la canción religiosa y las piezas para bailar llamadas jump-ups. Con esa carga se creó una forma musical en la que se cantaba un verso y éste era respondido” por la guitarra. Como su nombre indica, el blues representa el punto de vista de los negros de ese sentimiento de tristeza y dulce melancolía que los gringos conocen muy bien ya que compensa el acelere y la extraversión que les caracteriza y que es como la nostalgia inconsciente de una vida interior rica y profunda.
El blues obtuvo su forma básica en los años treinta con Robert Johnson, Charley Patton y Lightnin’ Hopkins, y se coló de lleno al jazz de las grandes bandas, pero a fines de los cuarenta la incorporación de la guitarra eléctrica significó un salto cualitativo y permitió el surgimiento de otros grandes: de Chicago, Muddy Waters, John Lee Hooker, Howlin’ Wolf y Elmore James; T. Bone Walker salió de Texas y B. B. King, de Memphis. Ellos agregaron una ejecución a niveles de virtuosismo, humor, provocación sexual y también, a veces, un
ritmo más festivo, como en el caso de Bobby Bland o Jimmy Reed. Todos ellos fueron reverenciados, y promovidos, por los roqueros de los sesenta: John Mayall, los Rolling Stones, los Who, los Them, los Animals, los Beatles, los Yardbirds, Cream, Led Zeppelin y el primer Fleetwood Mac, en Inglaterra; y en Estamos Hundidos, Paul Butterfield, Canned Heat, Blues Project, el primer Steve Miller, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Grateful Dead, Jefferson Airplane, Country Joe and the Fish, entre muchos otros.
A principios de los años cincuenta, en los barrios negros de las ciudades de Estados Unidos apareció el rhythm and blues, que como el nombre indica, al blues le añadió ritmo.
Tenía un espíritu más abierto, menos lamentativo, contenía el germen de lo que después se conoció como soul, y para fines prácticos ya era rocanrol. El ritmo ya no falló en los cincuenta porque muchos chavos negros se metieron de lleno en la música y le borraron la planicie. Había un gran ritmo, auténtica alegría, humor y coros loquísimos en los que nunca faltaba un bajo profundo. Entre los grandes del rhythm and blues inicial están Mr. Blue Harris, Joe Tumer, Big Mama Thornton, Etta James, Bo Diddley, The Chords, The Coasters, Lloyd Price, Fats Domino, Little Richard y Chuck Berry. Este salto cualitativo igualmente se dio, of all places, en el campo sureño, entre algunos jóvenes blancos que asimilaron el blues y lo fundieron con la tradición ranchera del country & western: así crearon el rockabilly o hillbilly rock, que para fines prácticos también ya era rocanrol. Carl Perkins, Bill Haley, Jerry Lee Lewis, Elvis Presley y los Everly Brothers fueron los grandes motores del rock montuno. Por tanto, el rocanrol, a fin de cuentas, resultó un derivado del blues hecho por jóvenes blancos y negros que fundió el rhythm and blues negro y el rockabilly blanco, pero que también asimiló la improvisación, la libertad y la macicez del jazz, las profundidades del gospel (la música religiosa de los negros) y en general toda la gran tradición musical de Estados Unidos, incluyendo la comercial, en el mercado pop o Tin Pan Alley, a través de la cual se programan y canalizan los gustos y las maneras de ser de la gente joven. Todo esto se popularizó con el término “rock and roll”, que el disc jockey Alan Freed había propuesto desde 1951 y que ciertamente implica movimiento intenso. Podría traducirse como “mécete y gira” pero, según The Rolling Stone Rock ‘n Roli Encyclopedia, en realidad se trata de un eufemismo usado en el medio del blues que significa “intercambio sexual”: o sea, coger. El popular programa de Freed se llamaba “Noches de rocanrol” y transmitía el rhythm and blues negro en sus versiones originales (lo usual era tomar las rolas de los negros y popularizadas con cantantes blancos). En un principio el rocanrol expresó la visión del mundo de los adolescentes, los teeny-boppers, los de secundaria o high school, gabachos, los más chavitos. Sin embargo, a principios de los sesenta, vía Bob Dylan, se asimiló la música folclórica y los temas de denuncia social, “de protesta”, como se les decía; un poco más adelante el rocanrol se quedó simplemente en “rock” y expresó ideas sumamente complejas y una visión contracultural del mundo.
Desde un principio el rocanrol rebasó al sistema: brotó a través de numerosas y minúsculas “casas grabadoras” y se coló, rápida y silenciosamente, en las estaciones de radio juvenil. De pronto ya estaba en todos lados. A la gran industria no le gustó nadita esa ruidosa revoltura de negros y blancos y juzgó que era inapropiada para los muchachos, pero, como dejaba enormes cantidades de dinero, trataron de montarse en la nueva música y conducirla por donde les convenía. Esto se logro en parte, con esquiroles como Pat Boone y Ricky Nelson, niños decentes, monísimos, guapísimos, bien peinaditos y repugnantemente dóciles. También censuraron y manipularon a Elvis Presley y satanizaron al Sureño talentosísimo pero un tanto cerril Jerry Lee Lewis porque se casó con su prima de trece años. Se estableció que el rocanrol era “puro ruido” y se le relacionó con la delincuencia y el vicio, por lo que se perpetraron varias películas que atraían al chavo con estrellas de rock para asestarle un sermón hipócrita y moralista. Las campañas por el control de rock fueron intensísimas, pero su naturaleza contra- cultural ya no pudo detenerse. 
El éxito masivo del rocanrol ocurrió 1955 a partir de “Al compás del reloj”, el éxito de Bill Haley y sus (but of course) Cometas, y tema musical de la película Semilla de maldad (Blackboard jungle), que trataba de jóvenes salvajes y descarriados. Era una juventud desenfrenada, desadaptada, viciosa y destructiva, que, como decían en West Side Story, estaba “sociológica y sicológicamente enferma”. 
Elvis Presley (en la foto) fue el gran vehículo de la difusión del rocanrol. 
Joven blanco con alma y cultura musical negra, Elvis quintaesenció la nueva música: era joven, carismático, fuerte, bello, sensual, provocativo y gandalla. Por naturaleza transgredía las coordenadas de la geografía del sistema y costó trabajo contenerlo, primero, mediatizarlo después y, finalmente, hasta donde era posible, integrarlo.Los primeros años de Elvis, de 1955 a 1958, fueron los mejores porque el joven roquero partió de una base purísima y sin quererlo impidió que la naturaleza del rock fuera distorsionada en las dificultades del principio. Lo mismo se puede decir de quienes, con Elvis, pueden considerarse padres del rocanrol: Chuck Berry, Jerry Lee Lewis y Little Richard.
En México el rocanrol se dio desde un principio, pero se creyó que era una moda musical más, sólo que ahora venía del norte y no del Caribe. La industria se lanzó al abordaje y nos soplamos a las orquestas de Pablo Beltrán Ruiz, del cacique Venus Rey y de Luís Arcaraz, a los hermanos Reyes, los Tex Mex y los Xochimilcas. Hasta Agustín Lara y Pedro Vargas salieron en películas “de rocanrol”, y más tarde Lalo González, el Piporro, también le entró al “rocanrol ranchero”. Pero después, finalmente, las cosas pasaron al
campo de los chavos con Gloria Ríos y Erika Carlsson, y en 1957, como debía de ser, el rocanrol hecho por jóvenes fue una realidad. De un concurso de aficionados de televisión salieron Toño de la Villa y los Locos del Ritmo, que realmente eran los que traían la mejor onda: tenían capacidad para componer y eludieron la gringada de ponerse un nombre en inglés, como casi todos los demás rockers que a partir de 1958 brotaron en México. Los más importantes y célebres fueron los Locos, los Teen Tops y los Rebeldes del Rock. Salvo los primeros, estos grupos no compusieron material propio, sino que adaptaron los rocanroles de Estados Unidos (a veces inspiradamente, como al convertir “Good Golly Miss Molly” en “Ahí viene la plaga”). Estos tres grupos tuvieron un enorme éxito: “el nuevo ritmo” en español se hallaba confeccionado a la medida de muchos chavitos mexicanos, ya que en México también el rocanrol prendió fuerte entre los de secundaria y preparatoria. Los más grandes, universitarios y politécnicos, lo veían como colonialismo cultural, infiltración imperialista o simple estupidez. Otros grupos de la época fueron los Crazy Boys, los Black Jeans, los Boppers, los Gibson Boys, los Viking Boys, los Hooligans, los Sonámbulos, los Jokers y los Hermanos Carrión. Casi todos tuvieron algún gran éxito de ventas y esto sin duda se debió a la frescura y autenticidad de todos ellos pero, especialmente, a que cantaban en español, lo cual les daba un enorme radio de penetración.
Tanto en Estados Unidos como en México la campaña contra el rocanrol fue intensa, por decir lo menos. Desde los hogares, las escuelas, el gobierno los púlpitos y los medios de difusión se satanizaba al rocanrol porque era puerta a la disolución, el desenfreno, el vicio, la drogadicción, la delincuencia, la locura, ¡el infierno!: el rock era cosa del demonio. O comunista, porque en esos tiempos se vivían los Grandes Furores Anticomunistas. Esta manera de ver las cosas era irracional e inútil, además, pues a la larga con ella sólo se
precipitaron acontecimientos. En realidad, la rebeldía que supuestamente generaba el rocanrol era bien epidérmica, incluso diez años después también lo fue. De no caer en semejante histeria, el rocanrol habría ocupado el sitio que le correspondía en la cultura popular y nos habríamos ahorrado muchos golpes que dejaron cicatrices profundas. Pero era imposible. La época, especialmente intolerante, tenía a la represión como respuesta inmediata, natural, del sistema ante cualquier manifestación de inconformidad o rebeldía.
Los mexicanos debían estar orgullosos de vivir en un país con libertad, paz, justicia social, democracia, crédito internacional y crecimiento sostenido. Ni remotamente se les ocurría que pudieran estar equivocados.
En realidad, el rocanrol era un ingrediente básico entre los males que asolaban a muchos jóvenes urbanos de clase media. Impresionados, primero, por películas como El salvaje, donde Marlon Brando lidereaba a una banda de pre-Hell’s Angels, y sobre todo por Rebelde sin causa, la gran película de Nicholas Ray, en la que James Dean logró patentizar la dignidad y la profunda insatisfacción de muchos, los chavos de clase media mexicana empezaron a establecer señas de identidad: cola de caballo, faldas amplias, crinolinas, calcetas blancas, copete, patillas, cola de pato, pantalones de mezclilla, el cuello de la camisa con la parte trasera alzada. Y rocanrol, que se bailaba a gran velocidad y a veces acrobáticamente, como el viejo jitterbug. Estos chavos idolizaron a James Dean porque él encarnó el arquetipo del héroe en un contexto contracultural. En Rebelde sin causa, Dean tenía la firmeza y la pureza necesarias para sobrellevar a una familia infeliz, a una escuela insensible y a una sociedad cada vez más enferma; no me comprenden, parecía decir, pero soy fuerte y puedo con ellos sin perder mi naturaleza esencial, sin volverme cómplice. Su
chava también era fuerte y agarraba la onda, y los dos se volvían como hermanos mayores de su generación. Así, a través de James Dean, muchos jóvenes empezaron a cuestionar el rigidísimo modelo autoritario de la familia de clase media mexicana.
A estos chavos se les llamó “rebeldes sin causa”, por la película, naturalmente, pero también porque en verdad el mundo adulto mexicano se creía tan perfecto que no le entraba la idea de que los jóvenes pudieran tener motivos para rebelarse. Además, no deja de ser significativo que el término viniera de una traducción literal del título de la película de Nicholas Ray, en el que la “causa” no se refiere a un “motivo”, sino a una causa judicial, y por tanto más bien significa “Un rebelde sin proceso”, un rebelde que está en la línea divisoria y no ha pasado a la delincuencia, un rebelde cultural. De cualquier manera, todo muchacho que no fuese obediente-bien-peinado-pulcro-y-conformista, que no se quitara el pantalón de mezclilla, que cultivara el copete y le gustara el rocanrol era visto como un rebelde absurdo, sin razón, un fenómeno inexplicable que debía corregirse aplicando la línea dura. A estos jóvenes, por su parte, les gustó la idea de ser rebeldes y con más ganas siguieron bailando, arreglándose y vistiéndose como lo hacían; su himno era la rola de los Locos del Ritmo “Yo no soy un rebelde”, pues ésta expresaba muy bien su condición. “Yo no soy un rebelde sin causa”, decía la canción, “ni tampoco un desenfrenado, yo lo único que quiero es bailar el rocanrol y que me dejen vacilar sin ton ni son”, lo cual, en la adolescencia, más bien es síntoma de normalidad; sin embargo, a los hipócritas de tiempo completo les parecía el colmo del cinismo de una juventud sin “ambiciones ni valores”.
La indignación ante los rebeldes sin causa (después simplemente “rebeldes” o “rebecos”) también se debía a que por esas épocas en la ciudad de México aparecieron numerosas pandillas juveniles, algunas bastante bravas; sus armas eran las navajas de botón y las cadenas de bicicletas; vestían, si podían, chamarras y botas de piel, pantalones vaqueros y cinturón de gruesa hebilla, que, por supuesto, también era arma ofensiva. En
muy raros casos usaban pistolas. Las pandillas tenían sus ritos de iniciación, que a veces consistía en escribir el escribir el nombre de la banda con la punta de la navaja en el pecho o el vientre del iniciado; las pandillas se daban en distintas colonias de clase media, media baja de la ciudad de México, como en la Roma (los de Romita especialmente gruesos), Portales, Del Valle, Narvarte, Mixcoac, Tacubaya, Escandón, Condesa, etcétera. Como es de rigor, algunas calles de la colonia eran el territorio sagrado, su espacio vital, y por tanto
la ocupación número uno consistía en madrearse con las pandillas de otros lados para defender el espacio o simplemente para descargar las marcas del pesado autoritarismo del sistema y para experimentar emociones fuertes que le quitaran la planicie a una vida rígida y controladísima. Por supuesto, las pandillas más bravas con frecuencia se pasaban de la raya y armaban escándalos en las calles, levantaban y violaban muchachas, robaban tiendas y vinaterías, porque les gustaba el chupe y ponerse bien pedotes. Generalmente tomaban cerveza con frecuencia se pasaban a los pomos. Algunos, realmente pocos, fumaban mariguana o tomaban anfetaminas. Las pandillas más gruesas se instalaban en las fronteras de la delincuencia (como los Conchos, los Gatunos o los prepunks Nazis de la Portales, que en el nombre llevaban la fama), pero la mayor parte de ellas se hallaba compuesta por chavos que buscaban lazos de identidad juvenil, que a lo más se dedicaban a echar relajo y que debían ser vistos con una óptica distinta a la represiva, pues manifestaban síntomas del deterioro del sistema, el desgaste de los mitos fundadores Y la proximidad de nuevos fenómenos que se harían más perceptibles a fines de los sesenta y en las décadas siguientes.
Con el fenómeno de las pandillas las buenas conciencias acabaron de rasgarse las vestiduras. Todo lo relativo a los jóvenes fue satanizado y la represión cundió en familias, escuelas, instituciones. Federico Arana reportó algunos encabezados de la prensa de la época: “207 mozalbetes presos por atacar al público”, “22 estudiantes presos”, “Está al garete la juventud mexicana”, “Inició la policía una guerra sin cuartel contra pandillas de vagos y malvivientes”, “Padres y policías unidos pata combatir la delincuencia juvenil”, “Angustiada, la sociedad pide protección contra pandilleros”. Y así por el estilo. Por su parte, los chavos también rechazaron tajantemente a los adultos, y surgió la afamada “brecha generacional”; por primera vez en la historia un antagonismo profundo dividió a adultos y jóvenes.
Todo esto llegó a un clímax en mayo de 1959 durante el estreno de la película King Creole, de Elvis Presley, que significativamente fue traducida en México como Melodía siniestra. Desde un principio, Elvis había sido sumamente antipático para los periodistas mexicanos, quienes decían que berreaba más que cantar y que su música y sus películas “incitaban al mal”. Después, en 1957, de plano se sacaron de la manga que Presley había declarado que prefería besar a tres negras que a una mexicana, lo cual motivó la histeria antirrocanrolera; llovieron las Indignadísimas Protestas, se decretó un boicot en las radiodifusoras y se exigieron quemas de los discos del buen Elvis. A la larga, la campaña se extinguió, los chavos siguieron rocanrolizándose y Presley obtuvo una extraordinaria publicidad gratuita en México. A alguien que tenía semejante poder de ventas no se le podía ignorar, así es que sus discos se vendieron masivamente y se proyectaron sus películas, que, por otra parte, eran churros hollywoodenses de lo más deplorable. En 1958 se estrenó Jailhouse rock, aquí titulada El prisionero del rock and rail, y aunque se dijo que hubo “motines” en los cines Roble y Balmori, en realidad no pasó gran cosa, así es que en su momento se programó, en condición de preestreno, Melodía siniestra (no es creíble el titulito) en el Cine de las Américas. En esa ocasión las pandillas armaron uno de los máximos relajos de la historia nacional, como si ése hubiera sido el momento de descargar toda su repugnancia ante la histeria antijuvenil de los últimos años; el cine quedó semidestrozado y los granaderos golpearon a todos los que pudieron y arrestaron a los pobres mensos que no huyeron a tiempo. Parménides García Saldaña aprovechó el incidente para escribir uno de sus mejores y más delirantes relatos, titulado naturalmente “El rey criollo”.
La poderosa e inesperada penetración de los grupos de rock de fines de los años cincuenta hizo que el sistema se alarmara y se empeñara en contrarrestarla. Además de la satanización del rocanrol, que a fin de cuentas no sirvió de gran cosa salvo para exacerbar los ánimos antijuveniles de los padres de familia, se procedió a la cooptación de los mismos músicos. Esto no fue difícil; la rebeldía de los primeros rocanroleros era mínima, pues éstos no tenían ni la más remota conciencia del significado de lo que hacían y en el fondo
predominaba en ellos la ambición natural de enriquecerse y “ser estrellas”. Por tanto, fueron presa fácil de los cantos de sirena de las compañías disqueras y de sus hermanas, la prensa seudojuvenil, las radiodifusoras, la televisión comercial, los teatros de revista y los clubes nocturnos. 
Y el cine, porque, como en Estados Unidos, nos asestaron películas "juveniles” hechas por adultos pero con las nuevas estrellas. Eran películas siniestras, hechas al vapor y por supuesto con libretos oligofrénicos en los que se condenaba toda forma de conducta juvenil. Estos engendros habían aparecido desde fines de los cincuenta (el primero fue
Juventud desenfrenada, que a pesar de un apreciable desnudo de Alda Araceli, resultó, para Emilio García Riera, “la más asquerosa película jamás hecha”), pero proliferaron en la primera mitad de los sesenta, muchas veces con Angélica María, Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez y Julissa.
Desde el momento en que empezaron a grabar en las grandes empresas (que por otra parte eran las únicas que había pues en México no existieron las pequeñas grabadoras privadas que surgieron en listados Unidos), los directores artísticos procedieron a someter a los rocanroleros a camisas de fuerza: rechazaban las canciones que consideraban “explosivas” y les proponían otras más inocuas; también se empeñaron en desdibujar todo rasgo propio y en convertirlos en copias patéticas de artistas famosos de Estados Unidos; así, los Hermanos Carrión resultaron los Everly Brothers nacionales, Julissa fue la Doris Day mecsicana, Vianey Valdés la Brenda Lee y César Costa el Paul Anka del Nopal. Varios grupos se desmantelaron cuando los que más destacaban recibieron contratos como “solistas”: a Enrique Guzmán lo sacaron de los Teen Tops; a Johnny Laboriel, de los Rebeldes del Rock; César Costa dejó a los Black Jeans; Julissa, a los Spitfires; Paco Cañedo se fue de los Boppers y Ricardo Rocca, de los Hooligans; Vivi Hernández abandonó a los Crazy Boys y Manolo Muñoz defeccionó de los Gibson Boys. También se impulsó a Angélica Maria, Alberto Vázquez, Queta Garay, Mayté y Pily Gaos, por ejemplo. Todos ellos fueron controlados férreamente y la industria les dictó qué piezas cantar, les supervisó el vestuario, les impuso coreografías convencionales y en general les diseñó una “imagen” anodina de nenes decentes, aunque algunos de éstos se reventaran a gusto en privado. En general se propició una mentalidad individualista, en el peor sentido de la palabra, y se quiso eliminar el concepto de una gestalt artística, en la que el trabajo era en equipo pero el brillo individual tendía a desvanecerse para que destacara la identidad de grupo. Siempre había alguien que sobresaliera, pero no por fuerza se convertía en el eje del conjunto. Los rocanroleros eran una miniorquesta sin director, un ensayo de comuna musical.
El éxito de los solistas juveniles devastó a los grupos de rock. Los que ya habían logrado cierto nivel de notoriedad, como los Boppers, los Viking o los Clover Boys, se eclipsaron. Sólo sobrevivieron los Locos del Ritmo, pero como Toño de la Villa falleció en un accidente, el grupo tardó en reponerse. Los demás ya no encontraron oportunidades y se les cerró la puerta de las grabadoras, los teatros de revista, los clubes nocturnos, la radio y la televisión. A veces tocaban en fiestas particulares. Allí se inició la marginación del verdadero rocanrolero mexicano, que a partir de ese momento debió luchar contra infinidad de obstáculos para vivir de su vocación.
La situación mejoró un poco con la aparición, a principios de los sesenta, de los “cafés cantantes”, que duraron hasta fines de la década y que abrieron un mínimo espacio tanto para el público que no se resignaba al rock controlado y para los grupos que empezaban o que no hallaban sitio en el sistema comercial. Eran lugares normalmente pequeños, incómodos, en los que los muchachos tomaban café, coca- colas o limonadas y donde, como no se podía bailar, practicaban el sitting, o sea, llevaban el ritmo sin moverse de las minúsculas sillas. Estos cafés cantantes eran francamente inofensivos, pero aun así continuamente era clausurados por las autoridades, que con el tiempo afilaban su fobia hacia el rocanrol, o padecían las continuas razzias de los granaderos, la fuerza represiva por excelencia, que asaltaban los establecimientos, maltrataban a los jóvenes, los montaban en las julias y los llevaban a las delegaciones policíacas, donde se les humillaba antes de llamar a los padres, que además de recibir gruesas dosis de moralina tenían que pagar mordidas para que liberaran a sus hijos. Los cafés cantantes más célebres fueron el Ruser, el Harlem, el Hullaballoo, el Sótano, A Plein Soleil, Pao Pao y Schiaffarello, y éstos dieron un foro a los nuevos rocanroleros de los sesenta, que en esa ocasión ya no eran del Distrito Federal sino de la frontera norte: Javier Bátiz y los Finks, y los TJs (de Tijuana), los Dug Dugs (de Durango), los Yaqui (de Sonora) O los Rockin’ Devils (de Tamaulipas). Estos músicos en general eran rocanroletos de corazón y su nivel de ejecución era un poco más avanzado, pero tampoco componían y además cantaban en inglés, porque muchos no renunciaban al sueño guajiro del éxito en Estados Unidos o porque, de plano, creían que el único lenguaje del rock era el inglés.

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