Rocanrol y rebeldes sin causa

La base esencial del rock es el blues, una música primaria, básica, con tendencias a la monotonía, que puede expresar una alegría que conoce el dolor. Surgió en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo diecinueve a partir de los cantos de lamentación de los esclavos africanos importados en el siglo diecisiete. También asimiló la canción religiosa y las piezas para bailar llamadas jump-ups. Con esa carga se creó una forma musical en la que se cantaba un verso y éste era respondido” por la guitarra. Como su nombre indica, el blues representa el punto de vista de los negros de ese sentimiento de tristeza y dulce melancolía que los gringos conocen muy bien ya que compensa el acelere y la extraversión que les caracteriza y que es como la nostalgia inconsciente de una vida interior rica y profunda.
El blues obtuvo su forma básica en los años treinta con Robert Johnson, Charley Patton y Lightnin’ Hopkins, y se coló de lleno al jazz de las grandes bandas, pero a fines de los cuarenta la incorporación de la guitarra eléctrica significó un salto cualitativo y permitió el surgimiento de otros grandes: de Chicago, Muddy Waters, John Lee Hooker, Howlin’ Wolf y Elmore James; T. Bone Walker salió de Texas y B. B. King, de Memphis. Ellos agregaron una ejecución a niveles de virtuosismo, humor, provocación sexual y también, a veces, un
ritmo más festivo, como en el caso de Bobby Bland o Jimmy Reed. Todos ellos fueron reverenciados, y promovidos, por los roqueros de los sesenta: John Mayall, los Rolling Stones, los Who, los Them, los Animals, los Beatles, los Yardbirds, Cream, Led Zeppelin y el primer Fleetwood Mac, en Inglaterra; y en Estamos Hundidos, Paul Butterfield, Canned Heat, Blues Project, el primer Steve Miller, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Grateful Dead, Jefferson Airplane, Country Joe and the Fish, entre muchos otros.
A principios de los años cincuenta, en los barrios negros de las ciudades de Estados Unidos apareció el rhythm and blues, que como el nombre indica, al blues le añadió ritmo.
Tenía un espíritu más abierto, menos lamentativo, contenía el germen de lo que después se conoció como soul, y para fines prácticos ya era rocanrol. El ritmo ya no falló en los cincuenta porque muchos chavos negros se metieron de lleno en la música y le borraron la planicie. Había un gran ritmo, auténtica alegría, humor y coros loquísimos en los que nunca faltaba un bajo profundo. Entre los grandes del rhythm and blues inicial están Mr. Blue Harris, Joe Tumer, Big Mama Thornton, Etta James, Bo Diddley, The Chords, The Coasters, Lloyd Price, Fats Domino, Little Richard y Chuck Berry. Este salto cualitativo igualmente se dio, of all places, en el campo sureño, entre algunos jóvenes blancos que asimilaron el blues y lo fundieron con la tradición ranchera del country & western: así crearon el rockabilly o hillbilly rock, que para fines prácticos también ya era rocanrol. Carl Perkins, Bill Haley, Jerry Lee Lewis, Elvis Presley y los Everly Brothers fueron los grandes motores del rock montuno. Por tanto, el rocanrol, a fin de cuentas, resultó un derivado del blues hecho por jóvenes blancos y negros que fundió el rhythm and blues negro y el rockabilly blanco, pero que también asimiló la improvisación, la libertad y la macicez del jazz, las profundidades del gospel (la música religiosa de los negros) y en general toda la gran tradición musical de Estados Unidos, incluyendo la comercial, en el mercado pop o Tin Pan Alley, a través de la cual se programan y canalizan los gustos y las maneras de ser de la gente joven. Todo esto se popularizó con el término “rock and roll”, que el disc jockey Alan Freed había propuesto desde 1951 y que ciertamente implica movimiento intenso. Podría traducirse como “mécete y gira” pero, según The Rolling Stone Rock ‘n Roli Encyclopedia, en realidad se trata de un eufemismo usado en el medio del blues que significa “intercambio sexual”: o sea, coger. El popular programa de Freed se llamaba “Noches de rocanrol” y transmitía el rhythm and blues negro en sus versiones originales (lo usual era tomar las rolas de los negros y popularizadas con cantantes blancos). En un principio el rocanrol expresó la visión del mundo de los adolescentes, los teeny-boppers, los de secundaria o high school, gabachos, los más chavitos. Sin embargo, a principios de los sesenta, vía Bob Dylan, se asimiló la música folclórica y los temas de denuncia social, “de protesta”, como se les decía; un poco más adelante el rocanrol se quedó simplemente en “rock” y expresó ideas sumamente complejas y una visión contracultural del mundo.
Desde un principio el rocanrol rebasó al sistema: brotó a través de numerosas y minúsculas “casas grabadoras” y se coló, rápida y silenciosamente, en las estaciones de radio juvenil. De pronto ya estaba en todos lados. A la gran industria no le gustó nadita esa ruidosa revoltura de negros y blancos y juzgó que era inapropiada para los muchachos, pero, como dejaba enormes cantidades de dinero, trataron de montarse en la nueva música y conducirla por donde les convenía. Esto se logro en parte, con esquiroles como Pat Boone y Ricky Nelson, niños decentes, monísimos, guapísimos, bien peinaditos y repugnantemente dóciles. También censuraron y manipularon a Elvis Presley y satanizaron al Sureño talentosísimo pero un tanto cerril Jerry Lee Lewis porque se casó con su prima de trece años. Se estableció que el rocanrol era “puro ruido” y se le relacionó con la delincuencia y el vicio, por lo que se perpetraron varias películas que atraían al chavo con estrellas de rock para asestarle un sermón hipócrita y moralista. Las campañas por el control de rock fueron intensísimas, pero su naturaleza contra- cultural ya no pudo detenerse. 
El éxito masivo del rocanrol ocurrió 1955 a partir de “Al compás del reloj”, el éxito de Bill Haley y sus (but of course) Cometas, y tema musical de la película Semilla de maldad (Blackboard jungle), que trataba de jóvenes salvajes y descarriados. Era una juventud desenfrenada, desadaptada, viciosa y destructiva, que, como decían en West Side Story, estaba “sociológica y sicológicamente enferma”. 
Elvis Presley (en la foto) fue el gran vehículo de la difusión del rocanrol. 
Joven blanco con alma y cultura musical negra, Elvis quintaesenció la nueva música: era joven, carismático, fuerte, bello, sensual, provocativo y gandalla. Por naturaleza transgredía las coordenadas de la geografía del sistema y costó trabajo contenerlo, primero, mediatizarlo después y, finalmente, hasta donde era posible, integrarlo.Los primeros años de Elvis, de 1955 a 1958, fueron los mejores porque el joven roquero partió de una base purísima y sin quererlo impidió que la naturaleza del rock fuera distorsionada en las dificultades del principio. Lo mismo se puede decir de quienes, con Elvis, pueden considerarse padres del rocanrol: Chuck Berry, Jerry Lee Lewis y Little Richard.
En México el rocanrol se dio desde un principio, pero se creyó que era una moda musical más, sólo que ahora venía del norte y no del Caribe. La industria se lanzó al abordaje y nos soplamos a las orquestas de Pablo Beltrán Ruiz, del cacique Venus Rey y de Luís Arcaraz, a los hermanos Reyes, los Tex Mex y los Xochimilcas. Hasta Agustín Lara y Pedro Vargas salieron en películas “de rocanrol”, y más tarde Lalo González, el Piporro, también le entró al “rocanrol ranchero”. Pero después, finalmente, las cosas pasaron al
campo de los chavos con Gloria Ríos y Erika Carlsson, y en 1957, como debía de ser, el rocanrol hecho por jóvenes fue una realidad. De un concurso de aficionados de televisión salieron Toño de la Villa y los Locos del Ritmo, que realmente eran los que traían la mejor onda: tenían capacidad para componer y eludieron la gringada de ponerse un nombre en inglés, como casi todos los demás rockers que a partir de 1958 brotaron en México. Los más importantes y célebres fueron los Locos, los Teen Tops y los Rebeldes del Rock. Salvo los primeros, estos grupos no compusieron material propio, sino que adaptaron los rocanroles de Estados Unidos (a veces inspiradamente, como al convertir “Good Golly Miss Molly” en “Ahí viene la plaga”). Estos tres grupos tuvieron un enorme éxito: “el nuevo ritmo” en español se hallaba confeccionado a la medida de muchos chavitos mexicanos, ya que en México también el rocanrol prendió fuerte entre los de secundaria y preparatoria. Los más grandes, universitarios y politécnicos, lo veían como colonialismo cultural, infiltración imperialista o simple estupidez. Otros grupos de la época fueron los Crazy Boys, los Black Jeans, los Boppers, los Gibson Boys, los Viking Boys, los Hooligans, los Sonámbulos, los Jokers y los Hermanos Carrión. Casi todos tuvieron algún gran éxito de ventas y esto sin duda se debió a la frescura y autenticidad de todos ellos pero, especialmente, a que cantaban en español, lo cual les daba un enorme radio de penetración.
Tanto en Estados Unidos como en México la campaña contra el rocanrol fue intensa, por decir lo menos. Desde los hogares, las escuelas, el gobierno los púlpitos y los medios de difusión se satanizaba al rocanrol porque era puerta a la disolución, el desenfreno, el vicio, la drogadicción, la delincuencia, la locura, ¡el infierno!: el rock era cosa del demonio. O comunista, porque en esos tiempos se vivían los Grandes Furores Anticomunistas. Esta manera de ver las cosas era irracional e inútil, además, pues a la larga con ella sólo se
precipitaron acontecimientos. En realidad, la rebeldía que supuestamente generaba el rocanrol era bien epidérmica, incluso diez años después también lo fue. De no caer en semejante histeria, el rocanrol habría ocupado el sitio que le correspondía en la cultura popular y nos habríamos ahorrado muchos golpes que dejaron cicatrices profundas. Pero era imposible. La época, especialmente intolerante, tenía a la represión como respuesta inmediata, natural, del sistema ante cualquier manifestación de inconformidad o rebeldía.
Los mexicanos debían estar orgullosos de vivir en un país con libertad, paz, justicia social, democracia, crédito internacional y crecimiento sostenido. Ni remotamente se les ocurría que pudieran estar equivocados.
En realidad, el rocanrol era un ingrediente básico entre los males que asolaban a muchos jóvenes urbanos de clase media. Impresionados, primero, por películas como El salvaje, donde Marlon Brando lidereaba a una banda de pre-Hell’s Angels, y sobre todo por Rebelde sin causa, la gran película de Nicholas Ray, en la que James Dean logró patentizar la dignidad y la profunda insatisfacción de muchos, los chavos de clase media mexicana empezaron a establecer señas de identidad: cola de caballo, faldas amplias, crinolinas, calcetas blancas, copete, patillas, cola de pato, pantalones de mezclilla, el cuello de la camisa con la parte trasera alzada. Y rocanrol, que se bailaba a gran velocidad y a veces acrobáticamente, como el viejo jitterbug. Estos chavos idolizaron a James Dean porque él encarnó el arquetipo del héroe en un contexto contracultural. En Rebelde sin causa, Dean tenía la firmeza y la pureza necesarias para sobrellevar a una familia infeliz, a una escuela insensible y a una sociedad cada vez más enferma; no me comprenden, parecía decir, pero soy fuerte y puedo con ellos sin perder mi naturaleza esencial, sin volverme cómplice. Su
chava también era fuerte y agarraba la onda, y los dos se volvían como hermanos mayores de su generación. Así, a través de James Dean, muchos jóvenes empezaron a cuestionar el rigidísimo modelo autoritario de la familia de clase media mexicana.
A estos chavos se les llamó “rebeldes sin causa”, por la película, naturalmente, pero también porque en verdad el mundo adulto mexicano se creía tan perfecto que no le entraba la idea de que los jóvenes pudieran tener motivos para rebelarse. Además, no deja de ser significativo que el término viniera de una traducción literal del título de la película de Nicholas Ray, en el que la “causa” no se refiere a un “motivo”, sino a una causa judicial, y por tanto más bien significa “Un rebelde sin proceso”, un rebelde que está en la línea divisoria y no ha pasado a la delincuencia, un rebelde cultural. De cualquier manera, todo muchacho que no fuese obediente-bien-peinado-pulcro-y-conformista, que no se quitara el pantalón de mezclilla, que cultivara el copete y le gustara el rocanrol era visto como un rebelde absurdo, sin razón, un fenómeno inexplicable que debía corregirse aplicando la línea dura. A estos jóvenes, por su parte, les gustó la idea de ser rebeldes y con más ganas siguieron bailando, arreglándose y vistiéndose como lo hacían; su himno era la rola de los Locos del Ritmo “Yo no soy un rebelde”, pues ésta expresaba muy bien su condición. “Yo no soy un rebelde sin causa”, decía la canción, “ni tampoco un desenfrenado, yo lo único que quiero es bailar el rocanrol y que me dejen vacilar sin ton ni son”, lo cual, en la adolescencia, más bien es síntoma de normalidad; sin embargo, a los hipócritas de tiempo completo les parecía el colmo del cinismo de una juventud sin “ambiciones ni valores”.
La indignación ante los rebeldes sin causa (después simplemente “rebeldes” o “rebecos”) también se debía a que por esas épocas en la ciudad de México aparecieron numerosas pandillas juveniles, algunas bastante bravas; sus armas eran las navajas de botón y las cadenas de bicicletas; vestían, si podían, chamarras y botas de piel, pantalones vaqueros y cinturón de gruesa hebilla, que, por supuesto, también era arma ofensiva. En
muy raros casos usaban pistolas. Las pandillas tenían sus ritos de iniciación, que a veces consistía en escribir el escribir el nombre de la banda con la punta de la navaja en el pecho o el vientre del iniciado; las pandillas se daban en distintas colonias de clase media, media baja de la ciudad de México, como en la Roma (los de Romita especialmente gruesos), Portales, Del Valle, Narvarte, Mixcoac, Tacubaya, Escandón, Condesa, etcétera. Como es de rigor, algunas calles de la colonia eran el territorio sagrado, su espacio vital, y por tanto
la ocupación número uno consistía en madrearse con las pandillas de otros lados para defender el espacio o simplemente para descargar las marcas del pesado autoritarismo del sistema y para experimentar emociones fuertes que le quitaran la planicie a una vida rígida y controladísima. Por supuesto, las pandillas más bravas con frecuencia se pasaban de la raya y armaban escándalos en las calles, levantaban y violaban muchachas, robaban tiendas y vinaterías, porque les gustaba el chupe y ponerse bien pedotes. Generalmente tomaban cerveza con frecuencia se pasaban a los pomos. Algunos, realmente pocos, fumaban mariguana o tomaban anfetaminas. Las pandillas más gruesas se instalaban en las fronteras de la delincuencia (como los Conchos, los Gatunos o los prepunks Nazis de la Portales, que en el nombre llevaban la fama), pero la mayor parte de ellas se hallaba compuesta por chavos que buscaban lazos de identidad juvenil, que a lo más se dedicaban a echar relajo y que debían ser vistos con una óptica distinta a la represiva, pues manifestaban síntomas del deterioro del sistema, el desgaste de los mitos fundadores Y la proximidad de nuevos fenómenos que se harían más perceptibles a fines de los sesenta y en las décadas siguientes.
Con el fenómeno de las pandillas las buenas conciencias acabaron de rasgarse las vestiduras. Todo lo relativo a los jóvenes fue satanizado y la represión cundió en familias, escuelas, instituciones. Federico Arana reportó algunos encabezados de la prensa de la época: “207 mozalbetes presos por atacar al público”, “22 estudiantes presos”, “Está al garete la juventud mexicana”, “Inició la policía una guerra sin cuartel contra pandillas de vagos y malvivientes”, “Padres y policías unidos pata combatir la delincuencia juvenil”, “Angustiada, la sociedad pide protección contra pandilleros”. Y así por el estilo. Por su parte, los chavos también rechazaron tajantemente a los adultos, y surgió la afamada “brecha generacional”; por primera vez en la historia un antagonismo profundo dividió a adultos y jóvenes.
Todo esto llegó a un clímax en mayo de 1959 durante el estreno de la película King Creole, de Elvis Presley, que significativamente fue traducida en México como Melodía siniestra. Desde un principio, Elvis había sido sumamente antipático para los periodistas mexicanos, quienes decían que berreaba más que cantar y que su música y sus películas “incitaban al mal”. Después, en 1957, de plano se sacaron de la manga que Presley había declarado que prefería besar a tres negras que a una mexicana, lo cual motivó la histeria antirrocanrolera; llovieron las Indignadísimas Protestas, se decretó un boicot en las radiodifusoras y se exigieron quemas de los discos del buen Elvis. A la larga, la campaña se extinguió, los chavos siguieron rocanrolizándose y Presley obtuvo una extraordinaria publicidad gratuita en México. A alguien que tenía semejante poder de ventas no se le podía ignorar, así es que sus discos se vendieron masivamente y se proyectaron sus películas, que, por otra parte, eran churros hollywoodenses de lo más deplorable. En 1958 se estrenó Jailhouse rock, aquí titulada El prisionero del rock and rail, y aunque se dijo que hubo “motines” en los cines Roble y Balmori, en realidad no pasó gran cosa, así es que en su momento se programó, en condición de preestreno, Melodía siniestra (no es creíble el titulito) en el Cine de las Américas. En esa ocasión las pandillas armaron uno de los máximos relajos de la historia nacional, como si ése hubiera sido el momento de descargar toda su repugnancia ante la histeria antijuvenil de los últimos años; el cine quedó semidestrozado y los granaderos golpearon a todos los que pudieron y arrestaron a los pobres mensos que no huyeron a tiempo. Parménides García Saldaña aprovechó el incidente para escribir uno de sus mejores y más delirantes relatos, titulado naturalmente “El rey criollo”.
La poderosa e inesperada penetración de los grupos de rock de fines de los años cincuenta hizo que el sistema se alarmara y se empeñara en contrarrestarla. Además de la satanización del rocanrol, que a fin de cuentas no sirvió de gran cosa salvo para exacerbar los ánimos antijuveniles de los padres de familia, se procedió a la cooptación de los mismos músicos. Esto no fue difícil; la rebeldía de los primeros rocanroleros era mínima, pues éstos no tenían ni la más remota conciencia del significado de lo que hacían y en el fondo
predominaba en ellos la ambición natural de enriquecerse y “ser estrellas”. Por tanto, fueron presa fácil de los cantos de sirena de las compañías disqueras y de sus hermanas, la prensa seudojuvenil, las radiodifusoras, la televisión comercial, los teatros de revista y los clubes nocturnos. 
Y el cine, porque, como en Estados Unidos, nos asestaron películas "juveniles” hechas por adultos pero con las nuevas estrellas. Eran películas siniestras, hechas al vapor y por supuesto con libretos oligofrénicos en los que se condenaba toda forma de conducta juvenil. Estos engendros habían aparecido desde fines de los cincuenta (el primero fue
Juventud desenfrenada, que a pesar de un apreciable desnudo de Alda Araceli, resultó, para Emilio García Riera, “la más asquerosa película jamás hecha”), pero proliferaron en la primera mitad de los sesenta, muchas veces con Angélica María, Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez y Julissa.
Desde el momento en que empezaron a grabar en las grandes empresas (que por otra parte eran las únicas que había pues en México no existieron las pequeñas grabadoras privadas que surgieron en listados Unidos), los directores artísticos procedieron a someter a los rocanroleros a camisas de fuerza: rechazaban las canciones que consideraban “explosivas” y les proponían otras más inocuas; también se empeñaron en desdibujar todo rasgo propio y en convertirlos en copias patéticas de artistas famosos de Estados Unidos; así, los Hermanos Carrión resultaron los Everly Brothers nacionales, Julissa fue la Doris Day mecsicana, Vianey Valdés la Brenda Lee y César Costa el Paul Anka del Nopal. Varios grupos se desmantelaron cuando los que más destacaban recibieron contratos como “solistas”: a Enrique Guzmán lo sacaron de los Teen Tops; a Johnny Laboriel, de los Rebeldes del Rock; César Costa dejó a los Black Jeans; Julissa, a los Spitfires; Paco Cañedo se fue de los Boppers y Ricardo Rocca, de los Hooligans; Vivi Hernández abandonó a los Crazy Boys y Manolo Muñoz defeccionó de los Gibson Boys. También se impulsó a Angélica Maria, Alberto Vázquez, Queta Garay, Mayté y Pily Gaos, por ejemplo. Todos ellos fueron controlados férreamente y la industria les dictó qué piezas cantar, les supervisó el vestuario, les impuso coreografías convencionales y en general les diseñó una “imagen” anodina de nenes decentes, aunque algunos de éstos se reventaran a gusto en privado. En general se propició una mentalidad individualista, en el peor sentido de la palabra, y se quiso eliminar el concepto de una gestalt artística, en la que el trabajo era en equipo pero el brillo individual tendía a desvanecerse para que destacara la identidad de grupo. Siempre había alguien que sobresaliera, pero no por fuerza se convertía en el eje del conjunto. Los rocanroleros eran una miniorquesta sin director, un ensayo de comuna musical.
El éxito de los solistas juveniles devastó a los grupos de rock. Los que ya habían logrado cierto nivel de notoriedad, como los Boppers, los Viking o los Clover Boys, se eclipsaron. Sólo sobrevivieron los Locos del Ritmo, pero como Toño de la Villa falleció en un accidente, el grupo tardó en reponerse. Los demás ya no encontraron oportunidades y se les cerró la puerta de las grabadoras, los teatros de revista, los clubes nocturnos, la radio y la televisión. A veces tocaban en fiestas particulares. Allí se inició la marginación del verdadero rocanrolero mexicano, que a partir de ese momento debió luchar contra infinidad de obstáculos para vivir de su vocación.
La situación mejoró un poco con la aparición, a principios de los sesenta, de los “cafés cantantes”, que duraron hasta fines de la década y que abrieron un mínimo espacio tanto para el público que no se resignaba al rock controlado y para los grupos que empezaban o que no hallaban sitio en el sistema comercial. Eran lugares normalmente pequeños, incómodos, en los que los muchachos tomaban café, coca- colas o limonadas y donde, como no se podía bailar, practicaban el sitting, o sea, llevaban el ritmo sin moverse de las minúsculas sillas. Estos cafés cantantes eran francamente inofensivos, pero aun así continuamente era clausurados por las autoridades, que con el tiempo afilaban su fobia hacia el rocanrol, o padecían las continuas razzias de los granaderos, la fuerza represiva por excelencia, que asaltaban los establecimientos, maltrataban a los jóvenes, los montaban en las julias y los llevaban a las delegaciones policíacas, donde se les humillaba antes de llamar a los padres, que además de recibir gruesas dosis de moralina tenían que pagar mordidas para que liberaran a sus hijos. Los cafés cantantes más célebres fueron el Ruser, el Harlem, el Hullaballoo, el Sótano, A Plein Soleil, Pao Pao y Schiaffarello, y éstos dieron un foro a los nuevos rocanroleros de los sesenta, que en esa ocasión ya no eran del Distrito Federal sino de la frontera norte: Javier Bátiz y los Finks, y los TJs (de Tijuana), los Dug Dugs (de Durango), los Yaqui (de Sonora) O los Rockin’ Devils (de Tamaulipas). Estos músicos en general eran rocanroletos de corazón y su nivel de ejecución era un poco más avanzado, pero tampoco componían y además cantaban en inglés, porque muchos no renunciaban al sueño guajiro del éxito en Estados Unidos o porque, de plano, creían que el único lenguaje del rock era el inglés.

Beatniks

En 1945, los jóvenes escritores Jack Kerouac (del lado izquierdo en la foto) y Allen Gínsberg, de veintitrés y dieciséis años respectivamente, conocieron, cada quien por su lado, a William Burroughs en la Universidad Columbia de Nueva York. Burroughs, nieto del dueño de la compañía de máquinas registradoras, tenía treintaiún años y, a pesar de que se había graduado en Harvard, era un gran conocedor de literatura, sicoanálisis y antropología; además, le gustaba la morfina y la heroína. De más está decir que impresionó profundamente a los chavos, quienes lo tomaron como una especie de tutor, de gurú, a la vez que establecían una gran amistad entre ellos dos. Más tarde se les unieron los poetas Gregory Corso y Gary Snyder, el novelista John Clellon Holmes y el loco de tiempo completo Neal Cassady (Dean Moriarty en En el camino). Todos coincidían en una profunda insatisfacción ante el mundo de la posguerra, creían que urgía ver la realidad desde una perspectiva distinta y escribir algo libre como las improvisaciones del jazz, una literatura directa, desnuda, confesional, coloquial y provocativa, personal y generacional; una literatura que tocara fondo.
Todos estuvieron de acuerdo también en consumir distintas drogas “para facilitar”, decía, muy serio, Allen Ginsberg, “el descubrimiento de una nueva forma de vivir que nos permitiera convertimos en grandes escritores”. En un principio le tupieron a las anfetaminas (la vieja benzedrina con forma de corazón), pero también a la morfina, el opio, la mariguana y por supuesto a todo tipo de alcohol. Fueron pioneros de los alucinógenos, peyote en un principio, y por allí consolidaron su interés por el orientalismo y el misticismo. Por cierto, en eso de atacarse para crear, los antecesores de estos gringabachos fueron los muralistas mexicanos, quienes, en una asamblea a fines de los años veinte, a su vez acordaron, por aclamación, fumar mariguana para pintar mejor, ya que, según Diego Rivera, eso hacían los artistas aztecas en sus buenos tiempos. El único que no asistió a la asamblea fue Orozco, pero este protopunk maestro mandó decir que si bien usualmente Diego sólo proponía estupideces, en esa ocasión lo apoyaba sin reservas.
En 1948, Jack Kerouac bautizó a su grupo y a la vez definió a la gente de su edad: “Es una especie de furtividad, como que somos una generación de furtivos”, le dijo a Clellon Holmes, quien lo transcribió en Go, la primera, y según dicen muy buena, novela sobre los beats, publicada en 1952; “una especie de ya no poder más y una fatiga de todas las ormas, todas las convenciones del mundo... Por ahí va la cosa. Así es que creo que puedes decir que somos a beat generation” o sea, una generación exhausta, golpeada, engañada, derrotada. Herb Huncle (célebre conecte y gandalla intelectual de Times Square que surtía a
William Burroughs) le había pegado a Kerouac ese uso la palabra “beat”, y a su vez él lo
había levantado del ambiente del jazz y la droga, donde, por ejemplo, se decía: “I’m beat right down to my socks”, algo así como “estoy molido hasta las chanclas”, “estoy madreadísimo, “ya no puedo más”. Otros dicen que “beat” más bien significaba “engañado”, es decir, que la droga que se conectó era chafa. En todo caso, también usaban el término como participio del verbo “to beat” (debería ser “beaten”, pero en las mutaciones alquímicas del caló el sufijo se perdió), así es que para Kerouac “beat” también implicaba “golpeado” y “derrotado”. Con el tiempo la palabra derivó en “beatnik” y, por supuesto, en Beatles. Años
después, Allen Ginsberg diría que “beat” era una abreviación de “beatífico” o de beatitud”; Jack Kerouac coincidió, y en el camino asentó, refiriéndose a Neal Cassady-Deafl Moriarty:
“Era Beat: la raíz, el alma de Beatífico.” Los dos tenían razón pues la religiosidad era profundísima entre los beats, además de que se caracterizaron por la entrega y la devoción con que emprendieron sus proyectos, por lo que pueden considerarse como individuos de una pureza insólita en tiempos cada vez más corruptos y deshumanizados. Los beats, como muchos jipis después, sin dejar de ser unos cabrones a su peculiar manera, en verdad fueron puros, porque no se contaminaron con la mierda circundante.
Era hasta cierto punto normal que en países como Francia e Inglaterra surgieran grupos de jóvenes desencantados después de los horrores de la guerra, pero resultaba cuando menos un síntoma preocupante que en el país más rico, el vencedor de la guerra, el temible gendarme de las armas nucleares, un grupo de jóvenes no sólo rechazara el “mito americano”, sino que se considerase agotado, golpeado, vencido, engañado. Era una muestra irrebatible de que detrás de su fachada de Happy Disneylad, Estados Unidos
desgastaba precipitadamente sus mitos rectores: el país del destinomanifiesto, de los valientes y libres, donde todos pueden ser millonarios.
En los cincuenta, Burroughs vino a México y se dedicó de lleno a pilotear todo tipo de drogas, pero las cosas se echaron a perder cuando, accidentalmente, metió una bala en la frente de su esposa. Después viajó por muchas partes y en París publicó, en Olimpia Press, la editorial de libros escandalosos de Maurice Girodias, Junkie (que en México debería ser Tecato) y El almuerzo desnudo con el seudónimo William Lee (el nombre con que aparece en En el camino; por cierto, fue Kerouac quien sugirió el título The naked lunch). Después vendrían los juicios por obscenidad, el aval de la crítica y de escritores clave de Estados Unidos, y otros libros importantes, como The soft machine y Nova Express. En realidad, Burroughs siempre reconoció una gran amistad con Kerouac y Ginsberg, pero pintó su raya ante el movimiento beat, así es que, en cierta manera, hay que considerarlo aparte.
Los demás emigraron a San Francisco. Allí se consolidaron como un grupo de cuates escritores, en su mayoría poetas. Se reunían en City Lights Bookstore, la librería y después editorial de Lawrence Ferlinghetti; prepararon lecturas, antologías, traducciones, publicaciones. Se hicieron notar en el medio literario de Estado Unidos (es decir, de Nueva York) y fueron descalificados tajantemente por “antiintelectuales” y “antiliterarios”. Además de los que llegaron del este, y de Ferlinghetti, en San Francisco eran beata Michael
McClure, Lew Welch, Philip Lamantia y Philip Whalen, entre otros. Por otra parte, Charles Bukowsky y Philip K. Dick no fueron beata pero coincidieron en el espíritu. En un momento, Norman Mailer estuvo muy cerca de ellos. Esta Generación Madreada era una continuación directa de la Generación Perdida, que, con Scott Fitzgerald y Hemingway a la cabeza, había surgido treinta años antes, después de la primera gran guerra, sólo que con menos decibeles. Los beats definitivamente fueron más acelerados porque su contexto era más oscuro.
En 1956 apareció Aullido y otros poemas, de Allen Ginsberg, y en 1957, En el camino, de Jack Kerouac. Desde un principio los dos libros causaron sensación. Aullido fue llevado a los tribunales por un grupo de ancianos bajo la acusación de obscenidad, pero en 1957 ganó el juicio, pues el juez determinó que la poesía de Ginsberg tenía una “redentora importancia social” y se convirtió en texto de culto porque fue una revolución poética que consteló el alma de muchos que se ludiaban insatisfechos en el orden existente. Ginsberg escribió el poema después de una tremenda sesión de dos días en la que se metió peyote
(para inducir visiones), anfetaminas (para disponer de potencia) y dexedrina (para estabilizar la experiencia). Desde el primer momento supone que le había salido algo extraordinario y, para estrenarlo como se merecía, organizó una lectura, ahora legendaria, en la Six Gallery de San Francisco, con Kenneth Rexroth como emcee y Michael McClure, Phil Wallen, Gary Snyder, Philip Lamantia y Lew Welch también como lectores. Se cuenta que el lugar estuvo retacado. Kerouac hizo una cooperacha y compró varios galones de vino que circularon libremente, así es que pronto la gente le gritaba a los poetas como si fueran músicos en
concierto. El clímax por supuesto tuvo lugar cuando Ginsberg entonó su poema, prendido como nunca, y el público quedó feliz e impresionado.
“Después todos nos fuimos y nos seguimos emborrachando”, contó Jack Kerouac, quien también decía:
“A mí, el whisky me gusta duro, me gusta el sábado en la noche y ponerme loco en la cabaña, me pasa que el sax tenor toque como vieja loca, me gusta estar hasta la madre cuando se trata de estar hasta la madre”. 
Y de escribir sin parar cuando se trata de escribir, se podría agregar. Un ideal de los beats era dar una primera versión definitiva, que no requiriera de corrección alguna, y Kerouac escribió En el comino durante
tres semanas casi sin comer ni dormir, en estado de trance y en un rollo kilométrico de papel para teletipo, pues no quería parar ni para cambiar de hoja; después no corrigió ni reescribió nada, salvo una parte que desapareció porque su perrito se comió un cacho del gigantesco rollo de papel. Kerouac envió ese mismo rollo a la editorial Hartcourt Brace, donde se aterraron y por ningún motivo quisieron publicarlo, a pesar de que atrajo la atención del crítico Malcolm Cowley. Durante varios años, mientras no paraba de escribir otros libros ahora célebres, Kerouac reescribió su novela y la envió a distintas editoriales; todas la rechazaron, hasta que la publicación de fragmentos en The Evergreefl Review y The Paris Review lograron que la editorial Viking la contratara con un adelanto de mil dólares. A fin de cuentas, Kerouac tuvo que soportar que le corrigieran la puntuación e hicieran cambios mínimos; por su parte, aprovechó el viaje para suprimir las referencias a la relación homosexual de Ginsberg y Cassady. El éxito fue instantáneo. Kerouac fue asediado por la prensa y la televisión, y la vida “en el camino” se volvió fascinación colectiva; no sólo agotó cientos de miles de ejemplares sino que, como decía Burroughs, “vendió un trillón de pantalones Levis, un millón de máquinas de café exprés, y mandó a miles de chavos al camino”
En 1957 los soviéticos pusieron en órbita el primer satélite espacial, el Sputnik, y a Herb Caen, periodista de San Francisco, se le ocurrió el término beatniks, que venía a ser lo mismo que “generación beat” pero con una amplitud de frecuencia mayor. Vanos jóvenes adultos efectivamente eligieron “el camino” y salieron a rolarlo a su manera: tomaban café exprés de día, pues de pronto abundaron los cafés y bares beat, y se reventaban de noche; oían jazz, leían a los beats. La revista Mad los dibujaba con barbita, bigote, pantalón vaquero, huaraches y ¡boina! Los beatniks se hicieron sumamente conocidos, pero como moda duraron poco pues representaban algo que horrorizaba a la gentedecente; sin embargo, durante un tiempo fueron tema de chistes, chismes, caricaturas, programas y reportajes; por supuesto también de satanizaciones, represiones, adhesiones, discusiones y definiciones.
Fue célebre, por ejemplo, la distinción que Norman Mailer hizo entre beatniks y hipsters, a los que definía como “negros blancos, aventureros de la ciudad, merodeadores de la noche, sicópatas filosóficos”. Pero en realidad, el término hipster, que dio origen a hippie, prácticamente es sinónimo de beat. Si acaso el hipster sería un poco más grueso y violento que el beat. Bruce Cook dice que la palabra se originó, otra vez, entre los negros del jazz y de la droga. En un principio era “hep” y significaba “una calidad intuitiva de entendimiento instantáneo”. Después se convirtió en “hip”, y ya en los cuarenta el término era tan común que había un jazzista llamado Harry The Hipster Gibson. A fin de cuentas, lo hip es lo que está en onda, y “hipster” es el que agarra la onda, un “macizo”. En ese sentido aparece continuamente en Aullido y En el camino. “Hippie” a su vez equivale a “machín”. A fin de cuentas, a Kerouac no le gustó el éxito y prácticamente desapareció del mapa. Se fue a Lowell, Massachusetts, su pueblito natal, y allí, aunque no t.an
aferradamente como J. D. Salinger, tomó los periodistas y redactores de tesis universitarias. Poco antes de morir, en 1969, hizo una reaparición pública que decepciono a sus amigos y fans, ya que se vio muy reaccionario. Ginsberg, por su parte, siempre tuvo vocación para el estrellato y sus presentaciones se volvieron legendarias porque eran ricas en recursos e ingenio, con música, percusiones, proyecciones y desplantes anticonvencionales, tomo la célebre ocasión en que alguien del público le preguntó qué pretendía probar con su poesía.
“La desnudez”, respondió. “¿Pero qué quiere decir con eso?”, insistió el cretino, así es que Ginsberg se encueró allí mismo. Después de Aullido produjo otro gran poema, Kaddish, y en los sesenta los jipis lo reconocieron como su Gran Precursor también viajó a la India y a Japón, donde tuvo un gran cambio espiritual que como era de esperarse reportó después en su poema ” The change”; fue una especie de satori, una iluminación que peo aceptarse tal cual era y conciliar sin conflictos sus contradicciones, sus lados apolíneo y dionisiaco, las bodas del cielo y el infierno. Fundó Naropa, un centro cultural-espiritual en Boulder, (‘obrado, pero nunca dejó de participar intensamente en la militancia pacifista. Con Philip Glass hizo “The hydrogen jukebox" y siempre ha estado en el candelero, a pesar de que los años setenta no fueron favorables a los beats.
En los noventa, en cambio, los beatniks resurgieron con gran fuerza. Primero vino el auge de Burroughs, el Heavy Metal Thunder, como gran padre de la contracultura y la macicez: se filmó El almuerzo desnudo y él mismo ha aparecido como actor en películas, especialmente memorable en Drugstore cowboy, de Gus Van Sandt, además de que ha hecho célebres grabaciones con grupos de rock. Inmediatamente después vino el renacimiento de Kerouac, Ginsberg y de los beatniks en general. Sus libros, y parafernalia que los acompaña, han sido solicitadísimos. Esto corrobora que los beatniks se adelantaron tremendamente a su tiempo. Junto con gente como D. T. Suzuki, Aldous Huxley, C. O. Jung, R. Gordon Wasson, María Sabina y otros, desde los años cincuenta previeron los cambios en el ser humano que se manifestarían a fin del milenio y diseñaron nuevas, más funcionales, rutas de acceso al alma y el espíritu.
Los beatniks constituyeron un fenómeno contracultural. Compartieron el desencanto de los existencialistas pero le dieron un sentido totalmente distinto. La literatura fue su gran vía de expresión. También crearon un lenguaje propio. Exploraron su naturaleza dionisiaca y favorecieron el sexo libre, el derecho al ocio, ¡la hueva creativa!, y a la intoxicación; fueron hedonistas y lúdicos; consumieron drogas para producir arte, para dar mayor intensidad a la vida y para expander la conciencia; manifestaron una religiosidad de inclinaciones místicoorientalistas, y el jazz fue su vehículo musical; rechazaron conscientemente el sistema y siempre dejaron ver una conciencia política traducida en activismo pacifista. Casi todo esto sería asumido por los jipis en los años sesenta.
En México se dieron pocos beatniks. El más connotado de todos fue el poeta Sergio Mondragón, quien con su entonces esposa Margaret Randall fundó El Corno Emplumado, una excelente revista literaria, bilingüe, donde publicó la plana mayor de los poetas beat de Estados Unidos. A principios de los años sesenta, Mondragón y Margaret Randall conocieron a Philip Lamantia, quien, siguiendo los pasos de Burroughs y Kerouac vivía en México en la calle Río Hudson, muy cerca del departamento de Juan José Arreola. Después llegó el poeta Ray Bremser, quien había estado preso en Texas por posesión de mariguana y se mudó a México para el destraume. En casa de Lamantia, además de Bremser, se reunían Randall y Mondragón, los jóvenes poetas Homero Aridjis y Juan Martínez, hermano del crítico José Luís Martínez; el pintor, ya fallecido, Carlos Coffeen Serpas y los nicaragüenses Ernesto Cardenal y Ernesto Mejía Sánchez. Después fue a visitarlos Allen Ginsberg y así se consolidó el carácter beat del grupo.
Un activo promotor de los beatniks fue Cardenal, quien, como se sabe, además de poeta era sacerdote. Cardenal había salido de Nicaragua para ingresar en el monasterio de los trapenses en Kentucky, donde hizo una gran amistad con Thomas Merton; sin embargo, tuvo que irse de allí ya que los trapenses le prohibieron escribir poesía. En México se instaló en el monasterio de benedictinos en Cuernavaca, cuyo prior era Gregorio Lemercíer (quien escandalizó a la iglesia católica cuando instauró el sicoanálisis entre sus monjes). En Cuernavaca, Cardenal atendía religiosamente a sus amigos beats; los confesaba, ofició el matrimonio de Philip Lamantia y también bautizo algunos de los hijos de los beatniks que visitaban México. En el Distrito federal, asistía a las reuniones en casa de Lamantia, donde todos se leían sus poemas. Allí, Sergio Mondragón tuvo la idea de fundar El corno, que llevó la poesía beatnik a varios poetas latinoamericanos, especialmente al grupo colombiano de los nadaístas y a los tzantzicos de ecuador. También organizaron lecturas en el célebre café El Gato rojo, donde Lamantia tocaba jazz con su saxofón. Margaret Randall se mudó después a Cuba y en los ochenta logró ganarle un pleito legal al gobierno de Estados Unidos, que se negaba a restituirle su ciudadanía. Mondragón, por su parte, se clavó en el budismo y ya entrados los sesenta se fue a Japón, donde se rasuró la cabeza e ingresó en un monasterio zen. En los setenta estaba de retache; escribió varios libros de poemas e hizo un espléndido trabajo como promotor cultural en los años ochenta. Otro gran personaje que puede considerarse de estirpe beat es el pintor y neólogo Felipe Ehrenberg, que siempre ha estado con los machines y los jodidos. Y (textualmente) el loco de Parménides García Saldaña, quien fue un erudito en cultura beatnik y beat antes del surgimiento de la onda.
Muchos años después, en los ochenta, los poetas Pura López Colome y José Vicente Anaya, cada quien por su lado, se especializaron en los beatniks, los tradujeron y retradujeron. Habría que revisar las versiones de Anaya, no vayan a estar como las que hizo con los poemas de Jim Morrison. Y en los noventa, Jorge García-Robles se especializó en William Burroughs Y publicó los libros La bola perdida y Drogas. La prohibición inútil. De auténtica alma beat también resultó el poeta José de Jesús Sampedro, el terror de Zacatecas, y a su manera, el también poeta Marco Antonio Jiménez, hombre fuerte de Torreón, y por supuesto el reverendo Alberto Blanco, quien publicó su poesía en inglés en City Light Books, la editorial de los beatniks.

Existencialistas

Después de la segunda guerra mundial, Jean-Paul Sartre (Foto del lado derecho) y Albert Camus obtuvieron gran popularidad con sus tesis filosóficas conocidas como existencialismo. Estas se hallaban expuestas en sus libros teóricos (El ser y la nada, de Sartre; El hombre rebelde y El mito de Sísifo, de Camus, para sólo mencionar tres obras medulares) pero también en novelas, cuentos y obras teatrales (El muro, La náusea, Puerta cerrada, de Sartre; El extranjero, La caída, de Camus), que generaron una fuerte excitación entre varios jóvenes franceses. El existencialismo se hallaba sintonizado con ideas de Martin Heidegger, Karl Jaspers, Sóren Kíerkegaard y Federico Nietzsche, entre otros, y era una corriente pesimista, desencantada (“El hombre es una pasión inútil”, decía Sartre), pero humanista e incluso con algunos tintes románticos; en todo caso expresaba la atmósfera desoladora que pendía en Europa después de nazis, fascistas y bomba nuclear.
El existencialismo influyó enormemente porque fue una de las primeras manifestaciones de un espíritu de los tiempos, o un estado de ánimo colectivo, de desencanto paulatino que después abarcó casi todo el mundo, pero en los años cincuenta los primeros en manifestarlo fueron algunos jóvenes franceses, entusiastas de la obra de Sartre y Camus, que empezaron a llamar la atención porque se vestían de negro; se dejaban la barba y bigote. Eran jóvenes sensibles, insatisfechos, y la rolaban por los cafés y bares de Saint Germain des Prés, donde se podía encontrar a Sartre con Simone de Beauvoir; estos jóvenes erigieron a Juliette Greco como imagen de su alma y alentaron una imagen de desinhibidos y pervertidones intelectuales que con gusto le entraban al alcohol y al hashish.
Estos tataranietos de los poetas malditos se dejaron ver bien en algunas películas de la Nueva Ola francesa de fines de los cincuenta: el ambiente, por ejemplo, en Los primos, de Claude Chabrol, y el espíritu, radiante, en las personalidades de Michel Poiccard y Patricia en Sin aliento, de Jean-Luc Godard.


Hacia fines de los cincuenta el existencialismo se había dado a conocer en gran parte del mundo y los libros de narrativa de Sartre y de Camus se pusieron de moda internacionalmente. Por supuesto, apreciar el cuerpo de ideas que
sustentaba al existencialismo se requería un entrenamiento en lecturas filosóficas, pero la narrativa era más accesible, oscura y sumamente inquietante.
En México, a principios de los años cincuenta, aparecieron los que Oswaldo Díaz Ruanova llamó “existencialistas mexicanos”; Emilio Uranga, Jorge Portilla, Joaquín Sánchez Macgrégor, Antonio Gómez Robledo, Leopoldo Zea, Manuel Cabrera (quien era cuate de Heidegger), Luís Villoro y otros alumnos de José Gaos. Algunos de ellos Formaron el grupo Hiperión y escribieron estudios sobre el ser del mexicano desde un punto de vista sartreano-heideggereano-kierkegaardeano-husserleano-camusino. Por cierto, entre los existencialistas mexicanos, Díaz Ruanova incluyó a José Revueltas, quien, a pesar de que siempre profesó la doctrina marxista, en su literatura muchas veces se vio como auténtico existencialista. Estos maestros dieron vida al existencialismo en México desde el lado de la alta cultura.
Por el de la contracultura, a principios de los sesenta, cuando los doctores hipariones ya no se interesaban por el existencialismo, o no tanto, en México se empezaron a ver algunos chavos de clase media urbana con cara de genios incomprendidos que leían a Sartre, Camus, Lagerkvist, a los poetas beats y a Hesse; vestían suéteres negros de cuello de tortuga y asistían a los cafés “existencialistas”. De pronto, éstos habían brotado en la ciudad de México a principios de los años sesenta y tenían nombres ad-hoc como El Gato Rojo, La Rana Sabia, Punto de Fuga, El Gatolote, El Coyote Flaco, Acuario; en ellos se bebía café, se oía jazz y a veces se leían poemas. Estos jóvenes en realidad eran un híbrido de existencialistas y beatniks, pero en México se les conoció como “existencialistas”, supongo que porque así les decían a los cafés y porque a cualquier joven “raro” también se le decía así.

Los años 50: El inicio de una nueva era

En la segunda mitad de los años cincuenta, el régimen mexicano se consolidó del todo y la revolución “se institucionalizó”. Las asonadas habían quedado atrás, pero también las conquistas sociales; en los años cuarenta se abatió la reforma agraria, se domesticó a los obreros y se desmanteló la educación “socialista”. El país entró en un proceso de industrialización y “modernización” en el que la influencia de Estados Unidos creció aceleradamente. A cambio de un sistema antidemocrático y cada vez más corrupto, de que el presidente fuera monarca absoluto durante seis años, y de que una desigual distribución de la riqueza motivara protestas y manifestaciones populares, reprimidas sistemáticamente, había relativa tranquilidad, y el llamado “desarrollo estabilizador” logró casi quince años de alto crecimiento económico y de paridad sin cambios. Se habló, incluso, de un “milagro mexicano”. Si éste existió, las grandes mayorías lo vieron pasar como un extraño fenómeno sideral, pero la clase media creció en las grandes ciudades.
Además, el paso del México tradicional, atávico, al país moderno que prometía el régimen no era fácil. Aunque el contexto ya no era exactamente el mismo, gran parte de la sociedad continuaba con los viejos prejuicios y se complacía en los convencionalismos, en el moralismo fariseico, en el enérgico ejercicio de machismo, sexismo, racismo y clasismo, y en el predominio de un autoritarismo paternalista que apestaba por doquier. Los chismes y el qué-dirán daban a la hipocresía el rango de gran máscara nacional. Los modos de vida se rigidizaban y se perdía la profundidad de antes. No es de extrañar entonces que muchos jóvenes de clase media no se sintieran a gusto. Por una parte crecían en ambientes urbanos, no pasaban demasiadas estrecheces y oían hablar de progreso y oportunidades; en México todo estaba perfecto, se les decía, aquí la Virgen María dijo que estaría mucho mejor. Por otra parte, las costumbres eran excesivamente rígidas, las formas de vida en la familia y la escuela resultaban camisas de fuerza; el deporte y las diversiones no bastaban para canalizar la enorme energía propia de esa edad, pues también habían salido de los viejos y ya inoperantes moldes.
A muchos no les satisfacía un paisaje social en el que había que guardar las formas, pues los valores religiosos y civiles sólo operaban en la teoría: mediante sobreentendidos y leyes no escritas, en la práctica se profesaba el culto al dinero, al estatus y al poder en medio de una alarmante indigencia interior, lo que generaba la emergencia de los aspectos más negativos de la gente, en especial de muchos de quienes ocupaban sitios de autoridad.
Neurosis. Cáncer y úlceras eran los terrores de la época.
Los grandes cultos religiosos, como el católico, ya no cumplían bien su función de preservar la salud síquica de las comunidades, además de que el furor anticomunista de la época vitaminó una intolerancia que se intensificó a principios de los sesenta, después de la represión a los maestros y ferrocarrileros, y de la aparición de los rebeldes sin causa y de la revolución cubana. La represión a jóvenes e inconformes se volvió cosa de todos los días.
Ante este contexto, que difícilmente se advertía en la superficie, teman que aparecer vías que expresaran la profunda insatisfacción ante esa atmósfera anímica cada vez más contaminada, que encontraran nuevos mitos de convergencia o, en el caso de los jóvenes, que descargasen la energía acumulada y representaran nuevas señas de identidad. La contracultura cumpliría esas funciones de una manera relativamente sencilla y natural, ya que, por supuesto, se trata de manifestaciones culturales que en su esencia rechazan, trascienden, se oponen o se marginan de la cultura dominante, del “sistema”. También se les llama cultura alternativa, o de resistencia.
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