La onda

Durante el movimiento estudiantil de 1968 los jipitecas no parecían muy interesados en salir a manifestarse con los estudiantes. No sólo los habían golpeado la única vez que lo hicieron, sino que más bien los jipis mexicanos, como los indios, eran muy introvertidos por naturaleza, a diferencia de los estadunidenses, y no concedían gran atención a los sucesos del país. Por tanto, para ellos la militancia política no era la forma adecuada de hacer la revolución, pues para empresas de ese calibre estaban los ácidos. Además, muchos de los estudiantes no eran proclives a la contracultura. De hecho, en ese sentido el movimiento fue una típica evolución de las actividades contestatarias de la izquierda mexicana, que, debido a su entusiasmo por la revolución cubana, era sumamente latinoamericanista. Cualquier cosa que se relacionara con Estados Unidos tenía que ser un horror del imperialismo, y dejaban de ver que la contracultura era una reacción profunda, humanizante, en contra de la naturaleza imperialista, explotadora, de Estados Unidos. Para la izquierda mexicana, el rock y los jipis eran “infiltración imperialista” o una forma de “colonialismo cultural” (“colonialismo mental”, le llamó Carlos Monsiváis). Por tanto, no hubo rock en el movimiento estudiantil, sino canciones de la guerra civil española y corridos de la revolución, especialmente el de Cananea.
Sin embargo, el movimiento estudiantil fue de tal magnitud que nadie en México, lo quisiera o no, se sustrajo a su influencia. En un principio el movimiento del 68 estuvo compuesto casi exclusivamente por estudiantes (a pesar de que el gobierno insistía en la aburridísima tesis de que “fuerzas extrañas de ideologías exóticas” manipulaban a los pobres estudiantes aztecotas), pero para el mes de agosto se había vuelto un gran
movimiento popular que conjuntó a distintos sectores de la sociedad mexicana. Algunos jipitecas, que no eran aferrados a los dogmas de la revolución sicodélica, apoyaron al movimiento de los estudiantes y participaron en las manifestaciones, con todo y su rocanrol y mariguana.
Además, muchos de los estudiantes que militaban en el movimiento también habían sido impactados por todo el revuelo de la sicodelia y, aunque no eran jipis (pues no creían en la panacea de los alucinógenos), les gustó el rock (de Beatles a Creedence), fumaron mariguana, ocasionalmente probaron hongos o LSD, se dejaron el pelo largo y, morral al hombro, se vistieron con faldas cortísimas o con chamarra, pantalones de mezclilla. De esa forma se acortaron un poco las distancias entre los jóvenes que en los sesenta querían hacer la revolución, unos dentro del individuo, otros en el mundo social. En realidad, aunque en un principio no era tan fácil advertirlo, tanto unos como otros dejaron huellas profundas en México.
El movimiento estudiantil fue aplastado inmisericordemente, con lo que de nuevo se manifestó la naturaleza autoritaria y represiva del régimen priísta mexicano, en la noche de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Los horrores de Tlatelolco, con su carga de asesinatos, desaparecidos, torturas y encarcelamientos, tuvieron efectos profundísimos en la vida del país.
A partir de entonces muchos jóvenes creyeron que las vías para llevar a cabo los cambios en México tenían que ser violentas, y por eso surgió la guerrilla en el estado de Guerrero y la llamada guerrilla urbana en las grandes ciudades. Pero muchos jóvenes, que no se animaban a ir tan lejos, consciente o inconscientemente simpatizaron con la rebelión pacífica de los jipis y, sin llegar a tomar religiosamente los postulados básicos de la sicodelia, adoptaron muchos rangos de la contracultura, especialmente en el pelo, el atuendo y el lenguaje. Los jipitecas, por su parte, después de presenciar, impresionados, los sucesos del 68, también atenuaron el sectarismo sicodélico y ampliaron su conciencia social.
De esta manera se formó la onda, las manifestaciones culturales de numerosos jóvenes mexicanos que habían filtrado los planteamientos jipis a través de la durísima realidad del movimiento estudiantil. Era algo mucho más amplio, que abarcaba a chavos de pelo largo que oían rocanrol, fumaban mariguana y estaban resentidos contra el país en general por la represión antijuvenil de los últimos doce años. Se trataba de jóvenes de distintas clases sociales que, como antes en Estados Unidos, funcionaban como pequeñas células aisladas y diseminadas a lo largo del país, porque en 1969 ya había chavos de la onda en muchas ciudades, grandes y pequeñas, en México. Los alcances de este grupo sólo se pudieron apreciar en su conjunto durante el eclipse solar de 1970 y en el Festival de Avándaro de 1971. A partir del 68 se empezó a hablar de chavos de la onda y ya no tanto de jipis.
La palabra “onda” sin duda adquirió importancia medular en la contracultura mexicana. Su acepción original tiene ya los elementos como para que la palabra fuera clave entre los jóvenes mexicanos de los sesenta. Por otra parte, una onda podía ser cualquier cosa, pero también un plan por realizar, un proyecto, una aventura, un estado de ánimo, una pose, un estilo, una manera de pensar e incluso una concepción del mundo.
Pero agarrar la onda era sintonizarse con la frecuencia adecuada en la manera de ser, de hablar, de vestir, de comportarse ante los demás: era viajar con hongos o LSD, fumar mota y tomar cervezas; era entender, captar bien la realidad, no sólo la apariencia, llegar al meollo de los asuntos y no quedarse en la superficie; era amar el amor, la paz y la naturaleza, rechazar los valores desgastados y la hipocresía del sistema, que se condensaba en lo “fresa”, la antítesis de la buena onda.
Los chavos de la onda siguieron siendo perseguidos, golpeados y encarcelados, porque nunca hubo un movimiento articulado que permitiera la cohesión de tanto joven y la defensa de sus derechos. Más o menos pudieron sentir su peso colectivo en septiembre de 1970 cuando jipitecas y onderos de todas partes se congregaron en Oaxaca para presenciar un eclipse solar total. El sitio perfecto de observación era Miahuatlán y allí se instalaron los equipos científicos, pero el personal de la onda se dispersó por los puertos del Pacífico o fue a Monte Albán, pues el eclipse fue visible en una buena franja del estado de Oaxaca. En los distintos sitios se llevaron a cabo todo tipo de rituales cósmico-acuarianos, y fue alto el consumo de alucinógenos, “para ver el eclipse hasta la madre”. Así ocurrió, en medio del estrépito esotérico, y después los más de cien mil macizos regresaron muy contentos a sus casas.

Conciertos que marcaron historia en los años 60

Woodstock

El festival de música y arte de Woodstock s uno de los festivales de rock y congregación Hippie más famosos de la historia. Tuvo lugar en una granja de Bethel, Nueva York, los días 15, 16, 17 y la madrugada del 18 de agosto de 1969. El festival tiene el nombre de Woodstock porque inicialmente estaba programado para que tuviese lugar en el pueblo de Woodstock en el condado de Ulster, Estado de Nueva York. La población local siempre se opuso al evento, pero Sam Yasgur convenció a su padre, Max Yasgur, para acoger al concierto en los terrenos de la familia, localizados en Sullivan Country, también en el Estado de Nueva York. Ocurrieron tres muertes en el festival de Woodstock: una debida a una sobredosis de heroína, otra tras una ruptura de apéndice y una última por un accidente con un tractor. También ocurrieron dos nacimientos no confirmados en el festival. Se realizó el famoso documental Woodstock (Woodstock. 3 Days of Peace & Music) sobre este concierto, dirigido por Michael Wadleigh y editado y montado entre otros por Martin Scorsese. Fue estrenado en 1970 y ganó el Premio Oscar al mejor documental. La película ha recibido el título de "culturalmente significativa" por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y seleccionada para su conservación en el National Film Registry. En el año 2009 se estrenó la película Taking Woodstock, dirigida por Ang Lee en la que se recrea la organización del concierto desde la figura de Sam Yasgur.

Woodstock ha sido de los mejores festivales de música y arte de la historia. Congregó a 400.000 espectadores aunque 500.000 dicen haber estado allí. La organización esperaba 60.000 mientras que el número de personas que calculó la policía de Nueva York era 6.000, y se estima que 250.000 no pudieron llegar. La entrada costaba 18 dólares americanos de la época para los 3 días.Durante el festival se vivieron intensas noches de sexo y drogas, destacando el consumo de LSD y marihuana; todo esto aderezado con música rock. Aunque inicialmente el concierto se organizó pensando que conllevaría pérdidas para la organización, el éxito del documental sobre el evento hizo que finalmente resultara un acto rentable. Sin embargo, debido al número de asistentes, las condiciones sanitarias dejaban mucho que desear ya que se organizó el festival pensando que iban a acudir unas 250.000 personas, pero al final –según estimaciones– la asistencia fue mucho mayor,en contraste con las pretensiones de este que pretendía ser una celebración a favor de la paz y del amor.Woodstock se convirtió en el icono de una generación de estadounidenses hastiada de las guerras y que pregonaba la paz y el amor como forma de vida y mostraban su rechazo al sistema, por lo tanto, gran parte de la gente que concurrió a dicho festival era hippie(realmente ellos no se designan de esa manera, sino que así fue como los denominaba la gente). Este festival fue un movimiento que se desarrolló en los Estados Unidos a fines de la década de los 60, en la cual los que concurrían llevaban melena y amuletos, las chicas faldas de colores; sus símbolos eran la bandera del arco iris, y el llamado símbolo de la paz.
Los "hippies" estaban en contra de la guerra de Vietnam, por lo que Jimi Hendrix tocó el himno estadounidense solamente con una guitarra eléctrica como signo de protesta a los comportamientos bélicos del gobierno. Sus ideales eran –aparte del pacifismo– el amor libre, la vida en comunas, el ecologismo y el amor por la música y las artes. Se llegó a creer que habían desaparecido ya que desde el Verano del Amor de 1967 y Woodstock, tendieron a evitar publicitarse, aunque aún siguen existiendo en numerosos países, evolucionando algunas comunas hippies a ecoaldeas.
Avandaro

El Festival Rock y Ruedas de Avándaro conocido como el Festival de Avándaro , y en contexto simplemente como "Avándaro" fue un concierto de música rock que se llevó a cabo el sábado 11 de septiembre de 1971 y se convirtió en un punto definitivo en la historia de la música rock de México. Esa noche varios grupos conocidos se presentaron en el festival al aire libre a una audiencia de mas de 200,000 personas. Posteriormente el Festival Rock y Ruedas de Avándaro fue coloquialmente conocido como el "Woodstock mexicano".A 40 años del Festival de Avándaro, es un mito para todos aquellos los jóvenes y los no tan jóvenes que sólo han escuchado vía oral los acontecimientos del Festival", nos dice Salvador Ramírez, quien junto al publicista Alberto Lastra prepara este martes el lanzamiento promocional del concierto.
El evento fue nombrado el "Festival de Rock y Ruedas de Avándaro" porque el evento originalmente se suponía que iba a ser una carrera de carros con bandas y patrocinios. Alguien aconsejó al pilotoEduardo Lopez Negrete el que se incluyera música para ambientar el evento. Los organizadores decidieron consultar con Armando Molina par más consejo; Molina sugirió incluir doce bandas y ayudó organizar el evento.En los terrenos donde se convocó entonces al Festival hay ahora casas y el nuevo Avándaro tendrá lugar en otros predios del Municipio de Donato Guerra.
El concierto se llevó a cabo en Avándaro, Valle de Bravo, un lugar al lado del lago, cerca de la ciudad de Toluca en el Estado de México a dos horas de la Ciudad de México. 
El concierto atrajo en paz a miles de personas jóvenes para compartir y disfrutar de música. El festival se realizó en la sombra de la masacre de 1968 de Tlatelolco, y estuvo bajo la amenaza de represión por parte del gobierno. Al final de lo que ahora se conoce como el "Woodstock de México", el gobierno ayudó a evacuar a grupos de personas que atendieron. Como un resultado del festival, por años, la música rock fue relativamente suprimida y conciertos de grandes cantidades de personas no fueron permitidos.
Algunos eventos fueron filmados por Telesistema Mexicano (hoy Televisa), pero el rodaje aún no se encuentra.

Nadie sabe si existirán aun los puentes generacionales que se preparan a cruzar estos gladiadores del rock mexicano, pero hablar de paz en tiempos de guerra siempre ha sido una buena inversión social.
Los organizadores de este evento conmemorativo no están asociados a los promotores del concierto original de 1971. Los chavos banda del subterráneo mexicano aún recuerdan aquellos greñudos legendarios que alguna vez se desgañitaron bajo la lluvia en el Valle del olvido mexicano.

Jipitecas

De cualquier manera, por mucho que se esforzara el aparato represivo, ya no era posible parar la rebelión psicodélica. Tanto en México como en Estados Unidos, los jipis gringos llegaron a establecer incontables contactos con jóvenes mexicanos que en general eran afines y que, a pesar de la enorme diferencia entre ambos países, compartían una profunda insatisfacción ante los asfixiantes modos de vida, que bloqueaban la expresión libre y natural. Estos chavos mexicanos se dejaron el pelo largo y probaron los ácidos, pero también emprendieron las peregrinaciones a Huautla y Real del Catorce. De vuelta a las ciudades, llevaban las plantas de poder a sus amigos. O no faltaba la chaya buena onda que se hacía de amigos en Huautla, por lo que después le bajaban los hongos hasta su casa en la ciudad, de donde éstos se desparramaban en diversas direcciones.
Enrique Marroquín, sacerdote y antropólogo, autor de La contracultura como protesta, planteó que estos jipis mexicanos debían ser llamados “jipitecas” (jipis aztecas, jipis toltecas), para diferenciarlos de los jipis de Estados Unidos. La distinción es necesaria porque, si bien coincidieron en el gustito por los alucinógenos y en la experiencia estática, los mexicanos se identificaron con los indios, pues consciente o inconscientemente
comprendieron que ellos conocían las plantas de poder desde muchos siglos antes, lo que les confería el rango de expertos y de maestros. Además, aunque muchos jipitecas eran de clase media, güeritos y de tez blanca, pronto se incorporaron a la macicez numerosos grupos de chavos prietos y pobretones, que con el pelo largo parecían indios porque prácticamente lo eran: en ellos el mestizaje se había cargado hacia el sector indígena. En un país rabiosamente racista como México era una verdadera revolución que grandes sectores
de jóvenes se identificaran y se solidarizaran con los indios. Sólo durante el auge del muralismo, en los años treinta, había ocurrido algo semejante, pero en mucho menor escala, cuando grupos de intelectuales nacionalistas siguieron la moda Diego-y-Frida, y manifestaron su admiración por los indios. Pero en esa época el indigenismo estaba de moda.
Por supuesto, salvo excepciones, los jipitecas no establecieron una relación muy estrecha con los indígenas, pero jamás los vieron por encima ni trataron de manipularlos, sino que en buena medida se vistieron como ellos, pues les gustaban los huipiles, rebozos, faldones, huaraches, camisas y pantalones de manta, los jorongos, sarapes, collares y brazaletes. Admiraron sus artesanías y después las aprovecharon como punto de partida para crear un estilo especial, inconfundible, de artesanía jipiteca. También les gustaba viajar con sus alucinógenos en las pirámides de Teotihuacan, Tula, Xochicalco o Monte Albán, para estar inmersos en una atmósfera sagrada. En las grandes ciudades, especialmente la de México, también surgieron grupos de
jipitecas que viajaban y se atizaban en sus casas y deptos, decorados a base de carteles o “posters” de rocanroleros o de diseños sicodélicos. También les gustaban los mandalas y los dharma seals (adheribles para pegarse en ventanas o cristales cuyo diseño se encendía a trasluz); o las lamparitas de luces sicodélicas, intermitentes o giratorias. Y los móviles. Toda la atmósfera conspiraba para pasar al otro lado y ya debidamente hasta la madre salir a rolaquearla. A los que les gustaba el rock en vivo iban a los cafés cantantes de fin de la década (Schiaffarelo, A Plein Soleil, Hullaballoo), o a los clubes nocturnos con show
rocanrolero (Veranda, Champaña a Go Go, Terraza Casino) para oír a los viejos y nuevos grupos, como Javier Bátiz y los Finks, los Dug Dugs, Peace and Love, los Tequila, los Sinners. En el Champaña a Go Go se presentaba un trío de jipis (Antonio Zepeda, Luís Urjas y Mischa) que se decían patafísicos; ya de madrugada se reventaban un show de pachequez absoluta en el que se convulsionaban como epilépticos dostoyevsquianos mientras Bátiz y los Finks a su vez improvisaban ruidos locos. Este espectáculo se llamaba
El inconsciente colectivo. En Acapulco los sicodélicos oían al Pájaro y Love Army en el Whiskey a Go Go. En Tijuana, a los TJs. Las jipitecas para entonces usaban minúsculas minifaldas o faldones indios o hindúes, por ningún motivo se ponían brasier y tampoco se maquillaban, ni se rasuraban las axilas o se depilaban las piernas. Los hombres usaban pantalones acampanados, chalecos de piel sobre el torso desnudo o camisas de indio. Andaban descalzos o de huarache, o sea: eran patancha, muy andados.
En 1967, el bello Parque Hundido de la ciudad de México tuvo una fugaz condición de centro jipiteca, donde los chavos se atizaban, meditaban, hacian yoga, conectaban o intercambiaban ondas, ¿ya oíste a Vanilla Fudge?, ¿ya leíste Vida impersonal?, ¿o El Kybalion? Un día se les ocurrió organizar una especie de “be-in”, que en México más bien tuvo características de mitin de oposición. Se reunieron varios cientos de greñudos y oyeron los rollos de Horacio Barbarroja, de Darío el Pintor, de Gagarín el de la Lira y de Juan el de las Flores. Todos sentían que la represión estaba en el aire y procuraban no dar motivo para que los macanearan. Sin embargo, la policía no necesitaba razones y procedió a dispersarlos. Los macizos, cuya ingenuidad era proverbial, muy correctos pidieron tiempo para recoger la basura que habían tirado, y después de barrer y trapear las honduras del parque, a la voz de “Ah together now”, la canción de los Beatles, se reagruparon en Insurgentes y marcharon, cantaron y dieron flores a peatones y automovilistas. Al llegar al
Angel de la Independencia los granaderos los recibieron a macanazos.
A partir de ese momento se incrementó la represión antijipiteca.
En todo caso, las autoridades mexicanas, como antes los reporteros de Excélsior, mostraron una particular fobia hacia los jipiosos. Los arrestos tenían lugar sin motivo alguno, simplemente porque los agentes veían a jóvenes con el pelo largo.
Los rapaban, los golpeaban, los extorsionaban y después los consignaban por “delitos contra la salud”. De 1968 a 1972 la crujía Efe de la cárcel de Lecumberni acabó como la de Teotitlán: con hongos, flores, signos de la paz, murales sicodélicos y rock pesado en los altavoces del patio. Sus nuevos inquilinos eran los presos macizos, que con el tiempo fueron decenas de miles. Por supuesto, era un error grave encarcelar a los macizos, porque aunque violaban la ley al fumar mariguana y algunos la traficaban, en realidad no eran delincuentes, o lo eran de un tipo muy especial, y en todo caso requerían un tratamiento de otra naturaleza, pues en la cárcel eran expuestos a los delitos más graves y existía la posibilidad, que no se dio mucho, de que se volvieran verdaderos criminales.
Los jipitecas eran perfectamente conscientes de su rechazo al sistema y algunos de ellos también creían que podían cambiarlo a través de los alucinógenos (el lugar común: vaciar LSD en los grandes depósitos de agua de las ciudades). En tanto, había que vivir de algo. Algunos eran artistas, pintores y músicos sobre todo. Otros hacían artesanías. Unos más jipeaban a gusto con dinero que aún les daba papito. Por supuesto, había
profesionístas jóvenes. Otros tenían oficios: eran mecánicos, sastres, técnicos de electrónica. O empleados. Hasta sobrecargos de aviación. Todos ejercían sus habilidades en medio de los viajes y el rocanrol. Pero otros más estaban empecinados en la hueva y la pasadez total y malvivían del taloneo (que era pedir limosna a la gente, un cualquier-cualquier) y de los demás jipis, que los alivianaban un rato y después los
mandaban a volar. Esto hacía que hubiera jipitecas muy gandallas. Una buena cantidad se dedicó al dilereo: vender mariguana, ácidos, hongos, mescalina, silocibina, hashish, cocaína, velocidad, lo que fuera. Lo hacían convencidos de que llevaban el alimento para la cabeza, el vehículo para que los demás se prendieran y se les quítara lo fresa; se decían muerteros porque “mataban la personalidad chafa para que naciera el hombre nuevo”, además, decían, alguien tenía que hacerlo, ¿por qué no ellos? Se lanzaban a las faldas del Popocatépetl, del Iztaccíhuatl o del Pico de Orizaba; también se internaban en las sierras oaxaqueña, guerrerense, michoacana, jalisciense, y regresaban al Deefe cargados de kilos de mariguana que revendían con excesivas ganancias. Otros se lanzaban a San Francisco y compraban ácidos de Owsley en un dólar (aunque muchas veces les regalaban el LSD) y después los revendían en cuatro. No faltaron los jipitecas que se pusieron más ambiciosos y trataron de expanderse llevando mariguana a Estados Unidos, where the real money wos, pero acabaron en Lecumberri y realmente nunca hubo una verdadera mafia de jipis traficantes.
La forma de hablar de los jipitecas era muy sugerente, un caló que combinaba neologismos con términos de los estratos bajos, carcelarios, y se mezclaba con coloquialismos del inglés gringo, así es que se producía un auténtico espanglés: jipi, friquiar, fricaut (freak out), yoin (joint), díler (dealer), estón o estoncísimo (stoned), jai (high). Algunos de los términos eran totalmente nuevos (chido, irigote) o, si no, añadían nuevos sentidos a
palabras existentes, pues denotaban cosas, condiciones o estados que no se conocían, o con el significado que adquirían después de la experiencia sicodélica (la onda, agarrar la onda, salirse de onda, ser buena o mala onda, el patín, las vibras, azotarse, aplatanarse, alivianarse, friquearse, prenderse, atizarse, quemar). En buena medida los sicodélicos sentían que estaban inventando el mundo y que debían volver a nombrar las cosas. Jugaban mucho con las palabras. Se decían “maestros”, o “hijos”, como obvio pero irónico signo de
paz, amor y familiaridad, y utilizaban en abundancia las mal llamadas malas palabras, así es que, entre groserías y caló, lo que después fue llamado “lenguaje de la onda” en momentos podía ser un verdadero código para iniciados. A veces la decodificación era muy fácil, como cuando se puso de moda hablar al revés (“al vesre”), lo cual consistía en invertir las palabras bisílabas y en desplazar al final la primera sílaba de las trisílabas pero ciertamente podía ser más hermético cuando se refería a la droga (no eran nada pendejos). Todo mundo hablaba de astrología. Lo primero que se preguntaba era “¿cuál es tu signo?”, o “a que te adivino el signo”. A veces no se mencionaban nombres sino que se decían cosas como “llegó la géminis con un tauro, y la capricornia se salió de onda”. Los jipitecas tenían su carta astrológica y con ella querían medir con precisión su ingreso en la Era de Acuario, el eón que dejaría atrás la fe ciega de la Era de Piscis para que los misterios se revelaran. La nueva era no empezaba a funcionar a una hora exacta, aunque técnicamente se iniciaba en el 2001, sino que se trataba de algo individual: había quienes “entraron” en la Era de Acuario desde el siglo diecinueve y a lo largo del veinte, y otros sin duda seguirían en la Era de Piscis ya bien avanzado el siglo veintiuno. Aparte de que veían a la astrología como una fascinante muestra de tipos sicológicos, les gustaba porque era irracional, mágica. Naturalmente, con esto se inició lo que en los ochenta y noventa fue un auge astrológico.

Algunos se reunieron para formar comunas rurales, porque teman una elevada conciencia del deterioro ambiental en las ciudades y preferían “la onda no-esmog”. De esta forma se inició la conciencia ecológica que se manifestó con fuerza en todo México a partir de los años ochenta. Los chavos querían integrarse con la naturaleza y bastarse por sí mismos para romper la enajenante dependencia al sistema; como podían, cultivaban, cosechaban sus verduras y usaban fertilizantes naturales al compás del rocanrol mientras viajaban con LSD, hongos o peyote, o fumaban mariguana (siempre fumaban mariguana), liada en cigarros, en pipas comunes o de agua, o en hookahs. Por supuesto, ellos mismos la cultivaban. No había líderes formales, aunque siempre predominaba una personalidad, y todos se quitaban la ropa a cada rato; eran muy liberales en cuanto a la fidelidad de las parejas; los niños eran un poco hijos de todos, porque se trataba de experimentar un nuevo concepto de familia. También hacían artesanías: ropa de piel o de tela colorida, objetos de chaquira, collares, pulseras, matabachas, etcétera. Casi todos se inclinaban por el
vegetarianismo y el naturismo.

Las comunas jipitecas funcionaron accidentadamente durante algunos años, y en los años setenta se volvieron urbanas, pues los integrantes renunciaron al ideal de los pequeños núcleos humanos que se autoabastecen en la medida de lo posible y que crean sus propias reglas de comportamiento. Entre las más notorias se hallaba la de los chavos adinerados que se conoció como Hotel Gurdieff; la de El Vergel, en el valle de Oaxaca, capitaneada por Margarita Dalton, hermana de Roque Dalton y autora de la novela Larga sinfonía en D, en cuyas siglas también se lee LSD; Arcóiris, de Uruapan, y la de Huehuecóyotl en Amatián, en las alturas de Tepoztlán, la única que no sólo logró sobrevivir hasta los años noventa sino que se volvió próspera.

Rock e identidad juvenil en México

Los últimos años de los sesenta y la primera mitad de los setenta fueron testigos de un fenómeno contradictorio en relación con el rock hecho en México. Años de politización juvenil y de militancias múltiples, de crítica al rockanrol  por parte de una izquierda rígida y prematuramente envejecida. Años de sueños, de utopías hedonistas y socialistas, de hippies y militantes de una nueva vieja izquierda, de movimientos contraculturales y movimientos sociohistóricos. Entre lo instituyente y lo instituido, el movimiento estudiantil compuesto por jóvenes que buscaban modificar la vida cotidiana con un aquí y ahora que incomodaba a los miembros de una izquierda que prometía el reino de la libertad en un futuro lejano. El movimiento instituyente juvenil se partió en dos con el concierto de Avándaro, al que atacaron por igual el Estado y algunos militantes de una izquierda prematuramente envejecida. La identidad juvenil se debatía entre un rock cantado en inglés, las canciones del catalán Joan Manuel Serrat y las letanías latinoamericanas en una vuelta a lo folclórico que poco tenían que ver, a no ser con las nostalgias del origen campesino, con la vida de jóvenes que habían crecido entre los laberintos de concreto y asfalto y los cielos grises de las fábricas de la era de la sustitución de importaciones.
Para los jóvenes urbanos no había lugar en las canciones ni presencia en un cine mexicano en decadencia. Fuera de Los caifanes de José Luis Ibáñez y algunas películas de Jaime Humberto Hermosillo, las generaciones que nacieron después del periodo del llamado desarrollo estabilizador difícilmente se identificaban con los personajes de un cine que dio sus últimas patadas en el gobierno de Luis Echeverría, para ahogarse en definitiva en el sexenio siguiente con el empujón definitivo de la hermana del presidente en turno. Aquélla fue una generación que caminaba por la Alameda Central y tenía la cabeza en el Golden Gate Park, en el Greenwich Village o en Trafalgar Square. Los militantes ortodoxos hablaban del internacionalismo proletario y los hippietecas, mods del sur y rockers chilangos formaban parte de una cultura juvenil sin fronteras, con el rock como música de fondo. Identidades internacionales unificadas por los medios masivos de comunicación y el rock y su cultura contestataria.A diferencia de la composición social de las huestes hippies norteamericanas predominantemente clasemedieras, en México se incorporaron al “movimiento” hippie, además de la clase media alta, un buen contingente de jóvenes hijos de obreros, campesinos y empleados que estudiaban en los centros de educación superior de la época, en su mayoría públicos, miembros de la generación surgida del desarrollo estabilizador y de los últimos ecos populistas del Estado de la Revolución mexicana. Esa diferencia marca la singularidad que determinó la forma como fueron absorbidas las costumbres, lenguaje, música y visiones de la revolución provenientes del rock angloamericano de los sesenta y setenta.

Los "jipis"

Se había echado a andar la revolución sicodélica, el poder de las flores. En septiembre de 1965 el periodista Michael Fallon, del San Francisco Examiner, acuñó la palabra hippie en relación con la gente que vivía en Haight-Ashbury. Eran adictos al LSD, la mariguana y al rocanrol, creían en la paz y en el amor, y tendían a vivir comunalmente, compartiendo gastos. Cada quien hacía lo que quería. Hippie es un diminutivo de hip, un hermano menor del hipster, y textualmente significa “machín”, pero aquí desde un principio se mexicanizó como “jipi”. La prensa empezó a ocuparse de todo eso, y como resultado miles de jóvenes se mudaron a San Francisco, a Haight-Ashbury, a lomar ácido y rocanrolear. Dejaban todo: casa, estudios, trabajo, y se iban a agarrar su patín, a hacer lo que se les daba la gana, a sentirse libres aunque fuera sólo un sueño de juventud. A mediados de 1966 ya eran quince mil.
Ante el éxito de las pruebas de ácido y el sobrado público de jipis, se abrieron salones de rock como el Fillmore y el Avalon, que reproducían el formato de los Pranksters de luces, estroboscopios, proyecciones, LSD y rock. Surgieron los posters para los conciertos y con ellos todo un estilo de dibujo y diseño sicodélico pues trataba de evocar al LSD. Y los grupos de rock ácido: Grateful Dead, Big Brother con Jams Joplin, Jefferson Airplane, Quicksilver Messenger Service, Buffalo Springfield, The Charlatans. Todos ellos jipis de la peor calaña. Al estilo de los Pranksters, se formaron grandes grupos que vivían comunalmente, como Calliope Company, o The Family Dog (El Perro de la Familia) o The Diggers (los Excavadores, pero también “los que captan”), que eran alivianadísimos y repartían comida y ropa gratis, o Grateful Dead (vivían juntos los músicos, sus parejas y una bola de cuates; su líder, Jerry García, era tan atacado que se le conocía como el Capitán Viajes). Después, otros grupos se fueron al campo y allí establecieron comunas autárquicas
y libres de contaminación en la medida de lo posible. La mayor parte usaba el pelo largo o de plano se lo rapaba. Los jipis vestían loquísimo, con muchos colgandijos al cuello, muñecas y tobillos, faldas largas-largas o cortas-cortas, cintas en la frente, sombreros, botas, huaraches o de plano descalzos; otros extravagantes, de la más aferrada línea keseyana, se vestían como piratas o de plano usaban disfraces. O mejor, a la menor
provocación, se quitaban la ropa y andaban desnudos. Les fascinaba la bandera gringa y la usaban para todo, en calzones y pantaletas y en los papeles para forjar cigarros de mariguana. Se ponían flores y organizaban grandes reuniones colectivas, como los “be-ins” o “love-ins”, fiesta del amor, en las que se oía rock a todo decibel en medio de una densa niebla de mota.
Los jipis apreciaban las vías de acceso al inconsciente y, además de la astrología, se interesaban por todas las formas de adivinación, como la cartomancia (especialmente el tarot), la quiromancia, la numerología y el I Ching). También les atraía la magia, la teosofía, la alquimia, el budismo, el zen, el yoga, el tantrismo, el taoísmo y en general las religiones y el esoterismo de Oriente. Todo esto hizo que varios se volvieran lectores de Eliphas Levi, Madame Blavatsky, Gurdieff y Ouspenski, pero también de Richard Wilhelm, D. T. Suzuki,
Joseph Campbell, Mircea Eliade y Carl Gustav Jung. Fueron admiradores de Alicia en el país de tas maravillas, de Lewis Carroll, pues pensaban que era un útil manual de viaje psicodélico, al igual que El libro tibetano de los muertos, y por eso los seducía tanto. También fueron fans de El hobito y El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, la magistral saga de Bilbo y Frodo Baggins, que en realidad es una gran metáfora de un rito de iniciación espiritual.
En octubre de 1966 la ley prohibió y penó el consumo de alucinógenos, pero no pudo evitar que los jipis crecieran, se expandieran en diversas direcciones y cobraran notoriedad en una proporción desmesurada. Para principios de 1967 eran portada de revista, noticia de ocho columnas y tema de todo tipo de reportaje en los medios. Visitar Haight-Ashbury era obligado en el tour turístico de San Francisco, y en todo el mundo se hablaba de los jipis.
Mal, en su mayor parte. Se les difundía corno jóvenes mugrosos, holgazanes, parásitos y drogadictos. La extrema derecha, rednecks, kukluxklanes y casi todo el gobierno les cobraron verdadera animosidad y los satanizaron para que los rechazara la “mayoría silenciosa”. La policía no paraba con los arrestos y por eso se dijo que más que generación de las flores era la generación de las fianzas, porque todos los greñudos tarde o temprano eran arrestados.
En enero de 1967 un “be-in”, llamado Reunión de las Tribus, aglutinó a veinte mil jipis que se atacaron con el relámpago blanco de Owsley y oyeron a los viejos beatnik Ginsberg, Snyder y McClure, y al jefe Tirnothy Leary, además de bailar con Grateful Dead, Jefferson Airplane y Quicksilver Messenger Service. La reunión propuso el lema “haz el amor y no la guerra”, lo cual atrajo a los militantes pacifistas de la nueva izquierda. Después vino el Festival de Monterrey, junio de 1967, que congregó a cincuenta mil locos y unió a grandes
roqueros de Inglaterra (Eric Burdon, los Who) y de Estados Unidos (Bufalo Springfield, Jefferson Airplane, Country Joe and the Fish), además de que proyectó a niveles míticos a Janis Joplin y Jimi Hendrix, de que presentó en grande a Ravi Shankar y sus Pelados y de que roló un LSD conmemorativo: el Monterrey púrpura de Owsley. Para entonces el disco de los Beatles Sgt. Pepper ‘s Lonelyhearts Club Band se había convertido en himno para miles de psicodélicos, y como Bob Dylan proclamó “¡todo mundo tiene que ponerse hasta la madre!”, obedientes, crecían las legiones de mariguanos y aceitosos. La mariguana se
popularizaba más allá de los jipis, y darse un toque se estaba volviendo tan natural como tomar una copa. Se volvió “una droga social”. En Haight-Ashbury ya eran cincuenta mil los que protagonizaban el Verano del Amor. La policía reprimía las grandes reuniones públicas y los jipis, como Martin Luther King, recurrían a la gandhiana resistencia pasiva y lanzaban flores como respuesta.

Para entonces claramente había dos tipos de jipis: el austero, introvertido, religioso, riguroso, que venía de Timothy Leary y que incluso luchaba por crear una iglesia sicodélica, semejante a la Nativa Americana del peyote, para poder atacarse bajo la ley; y la extravertida, relajienta, dionisiaca, que venia de Ken Kesey. Ambos compartían la experiencia extática y a su manera creían que urgía un cambio profundo en la sociedad y que el LSD era indispensable en esa revolución porque transformaría a la sociedad desde abajo y desde dentro. Si no hubiesen expresado o sugerido esto en numerosas ocasiones, lo mostraba el notorio proselitismo para difundir el LSD-25 en todas partes. Era una auténtica revolución cultural y el sistema así lo entendió, por lo que prácticamente todos los protagonistas (Kesey, Hofmann, Rubin o Leary, quien vivió persecuciones por varias regiones del mundo) pasaron por la cárcel. Los cientos de miles de chavos que se fueron de jipis a su vez siempre padecieron acosos policíacos y la animadversión, la incomprensión y
la intolerancia de la sociedad en general. Todo esto en medio de. la guerra de Vietnam y de fuertes represiones en distintas universidades.
En general se había esparcido un clima generalizado de inconformidad juvenil que se manifestaba en una lucha intensa contra la guerra de Vietnam, en la revolución sicodélica, en la defensa de los derechos de los negros y los chicanos, y en los inicios de los movimientos Feminista y gay. En 1967 cincuenta jóvenes quemaban sus tarjetas de reclutamiento en Boston, lo que motivó un juicio célebre, pero al final fueron cientos de miles los jóvenes que se negaron a ir a la guerra. Después tuvo lugar una gigantesca marcha hacia el Pentágono,
en Washington, en la que el grupo de rock los Fugs (los Fugs!) exorcizó al edificio y otros locos lo trataron de hacer levitar. A partir de entonces las manifestaciones contra la guerra, al igual que los festivales de rock, se volverían de cientos de miles, como la moratoria de 1969, que reunió a trescientos mil pacifistas, mientras muchísimas banderas permanecían a media asta en todo Estados Unidos. Para esas fechas eran notorias las Panteras Negras, jóvenes militantes negros y macizos encabezados por Bobby Seale, Huey Newton y Elridge
Cleaver. También surgieron los Weathermen, que tomaron su nombre de un verso de Bob Dylan y que estaban en contra del sectarismo marxista y de la resistencia pasiva; había que “traer la guerra a casa”, decían Bill Ayers, Mark Rudd y Jeff Jones, todos ellos fans del Che Guevara. Y por supuesto, aparecieron los yipis; en 1968 Abbie Hoffman, anarcoloco de Nueva York, partidario de “quemar el dinero”, se unió a Jerry Rubin y a Tom Hayden, otros acelerados gruesos, y formaron el Partido Internacional de la Juventud (Youth International Party), de cuyas siglas, YIP, surgió el diminutivo yippies, que implicaba una vertiente politizada y anarquista de jipis. Los yipis sin duda aportaron grandes dosis de diversión de la buena, especialmente cuando Hoffman, Rubin y Hayden estuvieron entre los siete de Chicago, los disidentes arrestados y enjuiciados por las broncas de la Convención del Partido Demócrata de 1968. Rubin publicó un libro, Do it, donde se lee este célebre pasaje:
“Los adultos te han llenado de prohibiciones que has llegado a ver como naturales. Te dicen ‘haz dinero, trabaja, estudia, no forniques, no te drogues’. Pero tú tienes que hacer exactamente lo que los adultos te prohíben; no hagas lo que ellos te recomiendan. No confíes en nadie que tenga menos de treinta años.” Hoffman, por su parte, salió con títulos loquísimos como Revolution for the heil of it (que podría traducirse como “revolución nomás por mis huevos”) y el genial Steal this book (Róbate este libro), que naturalmente nadie quería editar y donde se asientan infinidad de modos de “chingarse al sistema”.
El esplendor de los jipis tuvo lugar a mediados de 1969, durante el Festival de Artes y Música de Woodstock, Nueva York, muy cerca de la vieja casa de Bob Dylan, donde se reunió casi medio millón de jóvenes para oír una gama muy rica de grupos de rock. Durante tres días la nación de Woodstock vivió en un estado de aguda intoxicación (te alucinógenos, alcohol, cocaína, anfetaminas y otro tipo de pastas, sin contar con el rocanrol, que, como se sabe, también puede ser un vicio pernicioso. Se trató de un inmenso recreo dionisiaco que transcurrió en paz porque todos se esforzaron para que así fuera. Había que demostrar que lo de la paz y el amor no era mero eslogan. El resultado fue un acontecimiento histórico de implicaciones insospechadas.

Sin embargo, a los tres meses tuvo lugar Altamont. Las cosas habían empezado a descomponerse en 1969 cuando Charles Manson, gurundanga de un grupo de jipis desquiciados, al compás de “Helter skelter” asesinó ritualmente a Sharon Tate y a sus amigos en Los Ángeles. Por primera vez aparecía la cara oscura de la sicodelia, que podía ser sumamente desagradable. Al jugar con contenidos de orden religioso obviamente se podían activar locuras místicas de alta peligrosidad. Al expanderse, la conciencia de los jipis había visto ideales formidables: paz, amor, reconexión con la naturaleza y con Dios; pero el mal también se manifestó en formas más crudas y temibles a partir de ese momento, pues, como se sabe, mientras más fuerte es la luz más intensa es la sombra. Esto se vio en el gran concierto gratuito que los Rolling Stones invitaron (para lavarse el complejo de culpa por no haber asistido a Woodstock) y que tuvo lugar en Altamont, California, muy cerca de San Francisco. Además de los Stones, estaban programados Grateful Dead y Jefferson Airplane, los grupos sanfranciscanos por excelencia. Se juntaron más de trescientos mil locos que, al revés de Woodstock, traían unas vibras siniestras; en la película Gimme shelter se puede sentir que un ambiente ominoso pendía desde un principio, los jipis daban salida a la irritabilidad y la intolerancia, y los pleitos se encendían continuamente. Nadie escuchó a Jefferson Airplane, y tampoco hicieron el menor caso a las patéticas admoniciones de Mick Jagger cuando los Rolling Stones tampoco lograron calmar a la multitud y sintonizarla en el espíritu de Woodstock. Por último, precisamente después de maltocar “Simpatía por el diablo”, uno de los Hell’s Angels que estaba a cargo del orden y la vigilancia asesinó a puñaladas a un negro, casi enfrente de Jagger y los Stones. Esto acabó con el concierto y después resultó un baño de agua helada, una desilusión profunda para muchísimos jipis y simpatizantes, y el inicio del fin de la revolución sicodélica. Poco después, los Beatles se escindieron en medio de pleitos de lavadero, John Lennon pronunció: “El sueño ha terminado”, y se precipitó la extinción de los jipis. Con el tiempo desaparecieron, pero su muerte no fue sólo de causas naturales, sino que el sistema nunca dejó de reprimirlos, satanizarlos y combatirlos con ferocidad.
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