Los "jipis"

Se había echado a andar la revolución sicodélica, el poder de las flores. En septiembre de 1965 el periodista Michael Fallon, del San Francisco Examiner, acuñó la palabra hippie en relación con la gente que vivía en Haight-Ashbury. Eran adictos al LSD, la mariguana y al rocanrol, creían en la paz y en el amor, y tendían a vivir comunalmente, compartiendo gastos. Cada quien hacía lo que quería. Hippie es un diminutivo de hip, un hermano menor del hipster, y textualmente significa “machín”, pero aquí desde un principio se mexicanizó como “jipi”. La prensa empezó a ocuparse de todo eso, y como resultado miles de jóvenes se mudaron a San Francisco, a Haight-Ashbury, a lomar ácido y rocanrolear. Dejaban todo: casa, estudios, trabajo, y se iban a agarrar su patín, a hacer lo que se les daba la gana, a sentirse libres aunque fuera sólo un sueño de juventud. A mediados de 1966 ya eran quince mil.
Ante el éxito de las pruebas de ácido y el sobrado público de jipis, se abrieron salones de rock como el Fillmore y el Avalon, que reproducían el formato de los Pranksters de luces, estroboscopios, proyecciones, LSD y rock. Surgieron los posters para los conciertos y con ellos todo un estilo de dibujo y diseño sicodélico pues trataba de evocar al LSD. Y los grupos de rock ácido: Grateful Dead, Big Brother con Jams Joplin, Jefferson Airplane, Quicksilver Messenger Service, Buffalo Springfield, The Charlatans. Todos ellos jipis de la peor calaña. Al estilo de los Pranksters, se formaron grandes grupos que vivían comunalmente, como Calliope Company, o The Family Dog (El Perro de la Familia) o The Diggers (los Excavadores, pero también “los que captan”), que eran alivianadísimos y repartían comida y ropa gratis, o Grateful Dead (vivían juntos los músicos, sus parejas y una bola de cuates; su líder, Jerry García, era tan atacado que se le conocía como el Capitán Viajes). Después, otros grupos se fueron al campo y allí establecieron comunas autárquicas
y libres de contaminación en la medida de lo posible. La mayor parte usaba el pelo largo o de plano se lo rapaba. Los jipis vestían loquísimo, con muchos colgandijos al cuello, muñecas y tobillos, faldas largas-largas o cortas-cortas, cintas en la frente, sombreros, botas, huaraches o de plano descalzos; otros extravagantes, de la más aferrada línea keseyana, se vestían como piratas o de plano usaban disfraces. O mejor, a la menor
provocación, se quitaban la ropa y andaban desnudos. Les fascinaba la bandera gringa y la usaban para todo, en calzones y pantaletas y en los papeles para forjar cigarros de mariguana. Se ponían flores y organizaban grandes reuniones colectivas, como los “be-ins” o “love-ins”, fiesta del amor, en las que se oía rock a todo decibel en medio de una densa niebla de mota.
Los jipis apreciaban las vías de acceso al inconsciente y, además de la astrología, se interesaban por todas las formas de adivinación, como la cartomancia (especialmente el tarot), la quiromancia, la numerología y el I Ching). También les atraía la magia, la teosofía, la alquimia, el budismo, el zen, el yoga, el tantrismo, el taoísmo y en general las religiones y el esoterismo de Oriente. Todo esto hizo que varios se volvieran lectores de Eliphas Levi, Madame Blavatsky, Gurdieff y Ouspenski, pero también de Richard Wilhelm, D. T. Suzuki,
Joseph Campbell, Mircea Eliade y Carl Gustav Jung. Fueron admiradores de Alicia en el país de tas maravillas, de Lewis Carroll, pues pensaban que era un útil manual de viaje psicodélico, al igual que El libro tibetano de los muertos, y por eso los seducía tanto. También fueron fans de El hobito y El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, la magistral saga de Bilbo y Frodo Baggins, que en realidad es una gran metáfora de un rito de iniciación espiritual.
En octubre de 1966 la ley prohibió y penó el consumo de alucinógenos, pero no pudo evitar que los jipis crecieran, se expandieran en diversas direcciones y cobraran notoriedad en una proporción desmesurada. Para principios de 1967 eran portada de revista, noticia de ocho columnas y tema de todo tipo de reportaje en los medios. Visitar Haight-Ashbury era obligado en el tour turístico de San Francisco, y en todo el mundo se hablaba de los jipis.
Mal, en su mayor parte. Se les difundía corno jóvenes mugrosos, holgazanes, parásitos y drogadictos. La extrema derecha, rednecks, kukluxklanes y casi todo el gobierno les cobraron verdadera animosidad y los satanizaron para que los rechazara la “mayoría silenciosa”. La policía no paraba con los arrestos y por eso se dijo que más que generación de las flores era la generación de las fianzas, porque todos los greñudos tarde o temprano eran arrestados.
En enero de 1967 un “be-in”, llamado Reunión de las Tribus, aglutinó a veinte mil jipis que se atacaron con el relámpago blanco de Owsley y oyeron a los viejos beatnik Ginsberg, Snyder y McClure, y al jefe Tirnothy Leary, además de bailar con Grateful Dead, Jefferson Airplane y Quicksilver Messenger Service. La reunión propuso el lema “haz el amor y no la guerra”, lo cual atrajo a los militantes pacifistas de la nueva izquierda. Después vino el Festival de Monterrey, junio de 1967, que congregó a cincuenta mil locos y unió a grandes
roqueros de Inglaterra (Eric Burdon, los Who) y de Estados Unidos (Bufalo Springfield, Jefferson Airplane, Country Joe and the Fish), además de que proyectó a niveles míticos a Janis Joplin y Jimi Hendrix, de que presentó en grande a Ravi Shankar y sus Pelados y de que roló un LSD conmemorativo: el Monterrey púrpura de Owsley. Para entonces el disco de los Beatles Sgt. Pepper ‘s Lonelyhearts Club Band se había convertido en himno para miles de psicodélicos, y como Bob Dylan proclamó “¡todo mundo tiene que ponerse hasta la madre!”, obedientes, crecían las legiones de mariguanos y aceitosos. La mariguana se
popularizaba más allá de los jipis, y darse un toque se estaba volviendo tan natural como tomar una copa. Se volvió “una droga social”. En Haight-Ashbury ya eran cincuenta mil los que protagonizaban el Verano del Amor. La policía reprimía las grandes reuniones públicas y los jipis, como Martin Luther King, recurrían a la gandhiana resistencia pasiva y lanzaban flores como respuesta.

Para entonces claramente había dos tipos de jipis: el austero, introvertido, religioso, riguroso, que venía de Timothy Leary y que incluso luchaba por crear una iglesia sicodélica, semejante a la Nativa Americana del peyote, para poder atacarse bajo la ley; y la extravertida, relajienta, dionisiaca, que venia de Ken Kesey. Ambos compartían la experiencia extática y a su manera creían que urgía un cambio profundo en la sociedad y que el LSD era indispensable en esa revolución porque transformaría a la sociedad desde abajo y desde dentro. Si no hubiesen expresado o sugerido esto en numerosas ocasiones, lo mostraba el notorio proselitismo para difundir el LSD-25 en todas partes. Era una auténtica revolución cultural y el sistema así lo entendió, por lo que prácticamente todos los protagonistas (Kesey, Hofmann, Rubin o Leary, quien vivió persecuciones por varias regiones del mundo) pasaron por la cárcel. Los cientos de miles de chavos que se fueron de jipis a su vez siempre padecieron acosos policíacos y la animadversión, la incomprensión y
la intolerancia de la sociedad en general. Todo esto en medio de. la guerra de Vietnam y de fuertes represiones en distintas universidades.
En general se había esparcido un clima generalizado de inconformidad juvenil que se manifestaba en una lucha intensa contra la guerra de Vietnam, en la revolución sicodélica, en la defensa de los derechos de los negros y los chicanos, y en los inicios de los movimientos Feminista y gay. En 1967 cincuenta jóvenes quemaban sus tarjetas de reclutamiento en Boston, lo que motivó un juicio célebre, pero al final fueron cientos de miles los jóvenes que se negaron a ir a la guerra. Después tuvo lugar una gigantesca marcha hacia el Pentágono,
en Washington, en la que el grupo de rock los Fugs (los Fugs!) exorcizó al edificio y otros locos lo trataron de hacer levitar. A partir de entonces las manifestaciones contra la guerra, al igual que los festivales de rock, se volverían de cientos de miles, como la moratoria de 1969, que reunió a trescientos mil pacifistas, mientras muchísimas banderas permanecían a media asta en todo Estados Unidos. Para esas fechas eran notorias las Panteras Negras, jóvenes militantes negros y macizos encabezados por Bobby Seale, Huey Newton y Elridge
Cleaver. También surgieron los Weathermen, que tomaron su nombre de un verso de Bob Dylan y que estaban en contra del sectarismo marxista y de la resistencia pasiva; había que “traer la guerra a casa”, decían Bill Ayers, Mark Rudd y Jeff Jones, todos ellos fans del Che Guevara. Y por supuesto, aparecieron los yipis; en 1968 Abbie Hoffman, anarcoloco de Nueva York, partidario de “quemar el dinero”, se unió a Jerry Rubin y a Tom Hayden, otros acelerados gruesos, y formaron el Partido Internacional de la Juventud (Youth International Party), de cuyas siglas, YIP, surgió el diminutivo yippies, que implicaba una vertiente politizada y anarquista de jipis. Los yipis sin duda aportaron grandes dosis de diversión de la buena, especialmente cuando Hoffman, Rubin y Hayden estuvieron entre los siete de Chicago, los disidentes arrestados y enjuiciados por las broncas de la Convención del Partido Demócrata de 1968. Rubin publicó un libro, Do it, donde se lee este célebre pasaje:
“Los adultos te han llenado de prohibiciones que has llegado a ver como naturales. Te dicen ‘haz dinero, trabaja, estudia, no forniques, no te drogues’. Pero tú tienes que hacer exactamente lo que los adultos te prohíben; no hagas lo que ellos te recomiendan. No confíes en nadie que tenga menos de treinta años.” Hoffman, por su parte, salió con títulos loquísimos como Revolution for the heil of it (que podría traducirse como “revolución nomás por mis huevos”) y el genial Steal this book (Róbate este libro), que naturalmente nadie quería editar y donde se asientan infinidad de modos de “chingarse al sistema”.
El esplendor de los jipis tuvo lugar a mediados de 1969, durante el Festival de Artes y Música de Woodstock, Nueva York, muy cerca de la vieja casa de Bob Dylan, donde se reunió casi medio millón de jóvenes para oír una gama muy rica de grupos de rock. Durante tres días la nación de Woodstock vivió en un estado de aguda intoxicación (te alucinógenos, alcohol, cocaína, anfetaminas y otro tipo de pastas, sin contar con el rocanrol, que, como se sabe, también puede ser un vicio pernicioso. Se trató de un inmenso recreo dionisiaco que transcurrió en paz porque todos se esforzaron para que así fuera. Había que demostrar que lo de la paz y el amor no era mero eslogan. El resultado fue un acontecimiento histórico de implicaciones insospechadas.

Sin embargo, a los tres meses tuvo lugar Altamont. Las cosas habían empezado a descomponerse en 1969 cuando Charles Manson, gurundanga de un grupo de jipis desquiciados, al compás de “Helter skelter” asesinó ritualmente a Sharon Tate y a sus amigos en Los Ángeles. Por primera vez aparecía la cara oscura de la sicodelia, que podía ser sumamente desagradable. Al jugar con contenidos de orden religioso obviamente se podían activar locuras místicas de alta peligrosidad. Al expanderse, la conciencia de los jipis había visto ideales formidables: paz, amor, reconexión con la naturaleza y con Dios; pero el mal también se manifestó en formas más crudas y temibles a partir de ese momento, pues, como se sabe, mientras más fuerte es la luz más intensa es la sombra. Esto se vio en el gran concierto gratuito que los Rolling Stones invitaron (para lavarse el complejo de culpa por no haber asistido a Woodstock) y que tuvo lugar en Altamont, California, muy cerca de San Francisco. Además de los Stones, estaban programados Grateful Dead y Jefferson Airplane, los grupos sanfranciscanos por excelencia. Se juntaron más de trescientos mil locos que, al revés de Woodstock, traían unas vibras siniestras; en la película Gimme shelter se puede sentir que un ambiente ominoso pendía desde un principio, los jipis daban salida a la irritabilidad y la intolerancia, y los pleitos se encendían continuamente. Nadie escuchó a Jefferson Airplane, y tampoco hicieron el menor caso a las patéticas admoniciones de Mick Jagger cuando los Rolling Stones tampoco lograron calmar a la multitud y sintonizarla en el espíritu de Woodstock. Por último, precisamente después de maltocar “Simpatía por el diablo”, uno de los Hell’s Angels que estaba a cargo del orden y la vigilancia asesinó a puñaladas a un negro, casi enfrente de Jagger y los Stones. Esto acabó con el concierto y después resultó un baño de agua helada, una desilusión profunda para muchísimos jipis y simpatizantes, y el inicio del fin de la revolución sicodélica. Poco después, los Beatles se escindieron en medio de pleitos de lavadero, John Lennon pronunció: “El sueño ha terminado”, y se precipitó la extinción de los jipis. Con el tiempo desaparecieron, pero su muerte no fue sólo de causas naturales, sino que el sistema nunca dejó de reprimirlos, satanizarlos y combatirlos con ferocidad.

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