Los años 50: El inicio de una nueva era

En la segunda mitad de los años cincuenta, el régimen mexicano se consolidó del todo y la revolución “se institucionalizó”. Las asonadas habían quedado atrás, pero también las conquistas sociales; en los años cuarenta se abatió la reforma agraria, se domesticó a los obreros y se desmanteló la educación “socialista”. El país entró en un proceso de industrialización y “modernización” en el que la influencia de Estados Unidos creció aceleradamente. A cambio de un sistema antidemocrático y cada vez más corrupto, de que el presidente fuera monarca absoluto durante seis años, y de que una desigual distribución de la riqueza motivara protestas y manifestaciones populares, reprimidas sistemáticamente, había relativa tranquilidad, y el llamado “desarrollo estabilizador” logró casi quince años de alto crecimiento económico y de paridad sin cambios. Se habló, incluso, de un “milagro mexicano”. Si éste existió, las grandes mayorías lo vieron pasar como un extraño fenómeno sideral, pero la clase media creció en las grandes ciudades.
Además, el paso del México tradicional, atávico, al país moderno que prometía el régimen no era fácil. Aunque el contexto ya no era exactamente el mismo, gran parte de la sociedad continuaba con los viejos prejuicios y se complacía en los convencionalismos, en el moralismo fariseico, en el enérgico ejercicio de machismo, sexismo, racismo y clasismo, y en el predominio de un autoritarismo paternalista que apestaba por doquier. Los chismes y el qué-dirán daban a la hipocresía el rango de gran máscara nacional. Los modos de vida se rigidizaban y se perdía la profundidad de antes. No es de extrañar entonces que muchos jóvenes de clase media no se sintieran a gusto. Por una parte crecían en ambientes urbanos, no pasaban demasiadas estrecheces y oían hablar de progreso y oportunidades; en México todo estaba perfecto, se les decía, aquí la Virgen María dijo que estaría mucho mejor. Por otra parte, las costumbres eran excesivamente rígidas, las formas de vida en la familia y la escuela resultaban camisas de fuerza; el deporte y las diversiones no bastaban para canalizar la enorme energía propia de esa edad, pues también habían salido de los viejos y ya inoperantes moldes.
A muchos no les satisfacía un paisaje social en el que había que guardar las formas, pues los valores religiosos y civiles sólo operaban en la teoría: mediante sobreentendidos y leyes no escritas, en la práctica se profesaba el culto al dinero, al estatus y al poder en medio de una alarmante indigencia interior, lo que generaba la emergencia de los aspectos más negativos de la gente, en especial de muchos de quienes ocupaban sitios de autoridad.
Neurosis. Cáncer y úlceras eran los terrores de la época.
Los grandes cultos religiosos, como el católico, ya no cumplían bien su función de preservar la salud síquica de las comunidades, además de que el furor anticomunista de la época vitaminó una intolerancia que se intensificó a principios de los sesenta, después de la represión a los maestros y ferrocarrileros, y de la aparición de los rebeldes sin causa y de la revolución cubana. La represión a jóvenes e inconformes se volvió cosa de todos los días.
Ante este contexto, que difícilmente se advertía en la superficie, teman que aparecer vías que expresaran la profunda insatisfacción ante esa atmósfera anímica cada vez más contaminada, que encontraran nuevos mitos de convergencia o, en el caso de los jóvenes, que descargasen la energía acumulada y representaran nuevas señas de identidad. La contracultura cumpliría esas funciones de una manera relativamente sencilla y natural, ya que, por supuesto, se trata de manifestaciones culturales que en su esencia rechazan, trascienden, se oponen o se marginan de la cultura dominante, del “sistema”. También se les llama cultura alternativa, o de resistencia.

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