EL boom de la literatura juvenil


La literatura sobre jóvenes ha existido desde siempre, pero por lo general han sido los adultos los que rememoran sus años de crecimiento; esto le da un carácter evocativo y la carga de elementos propios del mundo adulto. Se dice que ningún escritor resiste contar, de una manera u otra, su niñez o su adolescencia, así es que estos temas son abundantes. Sin embargo, en los años sesenta surgió en México una literatura sobre jóvenes escrita desde la juventud misma, lo cual se tradujo, en los mejores casos, en autenticidad, frescura, humor, antisolemnidad, irreverencia, ironía. Significó también un concepto distinto de literatura, pues la densidad literaria se daba a través del uso de un lenguaje coloquial y de numerosos juegos de palabras, de invención y declinación de términos, y, sobre todas las cosas, en un uso estratégico de elementos de la realidad cotidiana combinado con situaciones y personajes enteramente ficticios e incluso improbables desde un patrón realista. Éste fue uno de los grandes hallazgos de esta nueva literatura, pero también uno de sus máximos peligros, pues la intensa naturalidad que producía daba la impresión a lectores poco atentos o prejuiciados de que se trataba de una imitación de la realidad, algo sociológico o antropológico en el mejor de los casos, una “taquigrafía de la realidad”.
La primera novela sobre jóvenes fue Colonia Roma (1960), de Augusto Sierra, una novela horriblemente moralista sobre las pandillas juveniles de fines de los cincuenta. Después siguió La tumba (1964), de José Agustín, y Cuando los perros viajan a Cuernavaca (1965), de Jesús Camacho Morelos, que son de atmósfera existencialista-beatnik. Vinieron a continuación Gazapo (1965), de Gustavo Sainz, y De perfil (1966) e Inventando que sueño (1968), de José Agustín. Estos dos autores iniciaron un boom de literatura juvenil en México, pues, además de Los juegos (1967), de René Avilés Fabila, en 1966 la Editorial Diógenes abrió la serie de autobiografías de autores menores de treinta y tres años y en 1967 un concurso de primera novela del que salieron Pasto verde (1968), de Parménides García Saldaña (quien en 1970 publicó El rey criollo), Larga sinfonía en D, de Margarita Dalton, En caso de duda, de Orlando Ortiz, y Los hijos del polvo, de Manuel FarilI. Más tarde apareció Acto propiciatorio (1969), de Héctor Manjarrez (Lapsus, en 1970). En 1973 se publicó Las jiras, de Federico Arana. Todas estas novelas de una manera u otra se hallaban relacionadas con la contracultura. En 1969 Margo Glantz se lanzó al abordaje de un proyecto de Xavier del Campo y publicó la antología Literatura joven de México, que ante su éxito, se reeditó, con varios autores más, como Onda y escritura en México. En ambas ediciones, Glantz dividió el mapa de la literatura mexicana en dos grandes categorías irreconciliables: la onda y la escritura. Esta última era la buena, la decente, la culta, la artística, la que había que escribir, alentar y premiar; la onda era lo grosero, vulgar, la inconciencia de lo que se hacía, lo fugaz y perecedero, jóvenes, drogas, sexo y rocanrol. Con semejante reductivismo la doctora Glantz mandó a la onda al museo de los horrores y propició que el Establishment cultural condenara, satanizara y saboteara esa literatura.
Los restos de la literatura juvenil en la actualidad

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