La onda

Durante el movimiento estudiantil de 1968 los jipitecas no parecían muy interesados en salir a manifestarse con los estudiantes. No sólo los habían golpeado la única vez que lo hicieron, sino que más bien los jipis mexicanos, como los indios, eran muy introvertidos por naturaleza, a diferencia de los estadunidenses, y no concedían gran atención a los sucesos del país. Por tanto, para ellos la militancia política no era la forma adecuada de hacer la revolución, pues para empresas de ese calibre estaban los ácidos. Además, muchos de los estudiantes no eran proclives a la contracultura. De hecho, en ese sentido el movimiento fue una típica evolución de las actividades contestatarias de la izquierda mexicana, que, debido a su entusiasmo por la revolución cubana, era sumamente latinoamericanista. Cualquier cosa que se relacionara con Estados Unidos tenía que ser un horror del imperialismo, y dejaban de ver que la contracultura era una reacción profunda, humanizante, en contra de la naturaleza imperialista, explotadora, de Estados Unidos. Para la izquierda mexicana, el rock y los jipis eran “infiltración imperialista” o una forma de “colonialismo cultural” (“colonialismo mental”, le llamó Carlos Monsiváis). Por tanto, no hubo rock en el movimiento estudiantil, sino canciones de la guerra civil española y corridos de la revolución, especialmente el de Cananea.
Sin embargo, el movimiento estudiantil fue de tal magnitud que nadie en México, lo quisiera o no, se sustrajo a su influencia. En un principio el movimiento del 68 estuvo compuesto casi exclusivamente por estudiantes (a pesar de que el gobierno insistía en la aburridísima tesis de que “fuerzas extrañas de ideologías exóticas” manipulaban a los pobres estudiantes aztecotas), pero para el mes de agosto se había vuelto un gran
movimiento popular que conjuntó a distintos sectores de la sociedad mexicana. Algunos jipitecas, que no eran aferrados a los dogmas de la revolución sicodélica, apoyaron al movimiento de los estudiantes y participaron en las manifestaciones, con todo y su rocanrol y mariguana.
Además, muchos de los estudiantes que militaban en el movimiento también habían sido impactados por todo el revuelo de la sicodelia y, aunque no eran jipis (pues no creían en la panacea de los alucinógenos), les gustó el rock (de Beatles a Creedence), fumaron mariguana, ocasionalmente probaron hongos o LSD, se dejaron el pelo largo y, morral al hombro, se vistieron con faldas cortísimas o con chamarra, pantalones de mezclilla. De esa forma se acortaron un poco las distancias entre los jóvenes que en los sesenta querían hacer la revolución, unos dentro del individuo, otros en el mundo social. En realidad, aunque en un principio no era tan fácil advertirlo, tanto unos como otros dejaron huellas profundas en México.
El movimiento estudiantil fue aplastado inmisericordemente, con lo que de nuevo se manifestó la naturaleza autoritaria y represiva del régimen priísta mexicano, en la noche de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Los horrores de Tlatelolco, con su carga de asesinatos, desaparecidos, torturas y encarcelamientos, tuvieron efectos profundísimos en la vida del país.
A partir de entonces muchos jóvenes creyeron que las vías para llevar a cabo los cambios en México tenían que ser violentas, y por eso surgió la guerrilla en el estado de Guerrero y la llamada guerrilla urbana en las grandes ciudades. Pero muchos jóvenes, que no se animaban a ir tan lejos, consciente o inconscientemente simpatizaron con la rebelión pacífica de los jipis y, sin llegar a tomar religiosamente los postulados básicos de la sicodelia, adoptaron muchos rangos de la contracultura, especialmente en el pelo, el atuendo y el lenguaje. Los jipitecas, por su parte, después de presenciar, impresionados, los sucesos del 68, también atenuaron el sectarismo sicodélico y ampliaron su conciencia social.
De esta manera se formó la onda, las manifestaciones culturales de numerosos jóvenes mexicanos que habían filtrado los planteamientos jipis a través de la durísima realidad del movimiento estudiantil. Era algo mucho más amplio, que abarcaba a chavos de pelo largo que oían rocanrol, fumaban mariguana y estaban resentidos contra el país en general por la represión antijuvenil de los últimos doce años. Se trataba de jóvenes de distintas clases sociales que, como antes en Estados Unidos, funcionaban como pequeñas células aisladas y diseminadas a lo largo del país, porque en 1969 ya había chavos de la onda en muchas ciudades, grandes y pequeñas, en México. Los alcances de este grupo sólo se pudieron apreciar en su conjunto durante el eclipse solar de 1970 y en el Festival de Avándaro de 1971. A partir del 68 se empezó a hablar de chavos de la onda y ya no tanto de jipis.
La palabra “onda” sin duda adquirió importancia medular en la contracultura mexicana. Su acepción original tiene ya los elementos como para que la palabra fuera clave entre los jóvenes mexicanos de los sesenta. Por otra parte, una onda podía ser cualquier cosa, pero también un plan por realizar, un proyecto, una aventura, un estado de ánimo, una pose, un estilo, una manera de pensar e incluso una concepción del mundo.
Pero agarrar la onda era sintonizarse con la frecuencia adecuada en la manera de ser, de hablar, de vestir, de comportarse ante los demás: era viajar con hongos o LSD, fumar mota y tomar cervezas; era entender, captar bien la realidad, no sólo la apariencia, llegar al meollo de los asuntos y no quedarse en la superficie; era amar el amor, la paz y la naturaleza, rechazar los valores desgastados y la hipocresía del sistema, que se condensaba en lo “fresa”, la antítesis de la buena onda.
Los chavos de la onda siguieron siendo perseguidos, golpeados y encarcelados, porque nunca hubo un movimiento articulado que permitiera la cohesión de tanto joven y la defensa de sus derechos. Más o menos pudieron sentir su peso colectivo en septiembre de 1970 cuando jipitecas y onderos de todas partes se congregaron en Oaxaca para presenciar un eclipse solar total. El sitio perfecto de observación era Miahuatlán y allí se instalaron los equipos científicos, pero el personal de la onda se dispersó por los puertos del Pacífico o fue a Monte Albán, pues el eclipse fue visible en una buena franja del estado de Oaxaca. En los distintos sitios se llevaron a cabo todo tipo de rituales cósmico-acuarianos, y fue alto el consumo de alucinógenos, “para ver el eclipse hasta la madre”. Así ocurrió, en medio del estrépito esotérico, y después los más de cien mil macizos regresaron muy contentos a sus casas.

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