Jipitecas

De cualquier manera, por mucho que se esforzara el aparato represivo, ya no era posible parar la rebelión psicodélica. Tanto en México como en Estados Unidos, los jipis gringos llegaron a establecer incontables contactos con jóvenes mexicanos que en general eran afines y que, a pesar de la enorme diferencia entre ambos países, compartían una profunda insatisfacción ante los asfixiantes modos de vida, que bloqueaban la expresión libre y natural. Estos chavos mexicanos se dejaron el pelo largo y probaron los ácidos, pero también emprendieron las peregrinaciones a Huautla y Real del Catorce. De vuelta a las ciudades, llevaban las plantas de poder a sus amigos. O no faltaba la chaya buena onda que se hacía de amigos en Huautla, por lo que después le bajaban los hongos hasta su casa en la ciudad, de donde éstos se desparramaban en diversas direcciones.
Enrique Marroquín, sacerdote y antropólogo, autor de La contracultura como protesta, planteó que estos jipis mexicanos debían ser llamados “jipitecas” (jipis aztecas, jipis toltecas), para diferenciarlos de los jipis de Estados Unidos. La distinción es necesaria porque, si bien coincidieron en el gustito por los alucinógenos y en la experiencia estática, los mexicanos se identificaron con los indios, pues consciente o inconscientemente
comprendieron que ellos conocían las plantas de poder desde muchos siglos antes, lo que les confería el rango de expertos y de maestros. Además, aunque muchos jipitecas eran de clase media, güeritos y de tez blanca, pronto se incorporaron a la macicez numerosos grupos de chavos prietos y pobretones, que con el pelo largo parecían indios porque prácticamente lo eran: en ellos el mestizaje se había cargado hacia el sector indígena. En un país rabiosamente racista como México era una verdadera revolución que grandes sectores
de jóvenes se identificaran y se solidarizaran con los indios. Sólo durante el auge del muralismo, en los años treinta, había ocurrido algo semejante, pero en mucho menor escala, cuando grupos de intelectuales nacionalistas siguieron la moda Diego-y-Frida, y manifestaron su admiración por los indios. Pero en esa época el indigenismo estaba de moda.
Por supuesto, salvo excepciones, los jipitecas no establecieron una relación muy estrecha con los indígenas, pero jamás los vieron por encima ni trataron de manipularlos, sino que en buena medida se vistieron como ellos, pues les gustaban los huipiles, rebozos, faldones, huaraches, camisas y pantalones de manta, los jorongos, sarapes, collares y brazaletes. Admiraron sus artesanías y después las aprovecharon como punto de partida para crear un estilo especial, inconfundible, de artesanía jipiteca. También les gustaba viajar con sus alucinógenos en las pirámides de Teotihuacan, Tula, Xochicalco o Monte Albán, para estar inmersos en una atmósfera sagrada. En las grandes ciudades, especialmente la de México, también surgieron grupos de
jipitecas que viajaban y se atizaban en sus casas y deptos, decorados a base de carteles o “posters” de rocanroleros o de diseños sicodélicos. También les gustaban los mandalas y los dharma seals (adheribles para pegarse en ventanas o cristales cuyo diseño se encendía a trasluz); o las lamparitas de luces sicodélicas, intermitentes o giratorias. Y los móviles. Toda la atmósfera conspiraba para pasar al otro lado y ya debidamente hasta la madre salir a rolaquearla. A los que les gustaba el rock en vivo iban a los cafés cantantes de fin de la década (Schiaffarelo, A Plein Soleil, Hullaballoo), o a los clubes nocturnos con show
rocanrolero (Veranda, Champaña a Go Go, Terraza Casino) para oír a los viejos y nuevos grupos, como Javier Bátiz y los Finks, los Dug Dugs, Peace and Love, los Tequila, los Sinners. En el Champaña a Go Go se presentaba un trío de jipis (Antonio Zepeda, Luís Urjas y Mischa) que se decían patafísicos; ya de madrugada se reventaban un show de pachequez absoluta en el que se convulsionaban como epilépticos dostoyevsquianos mientras Bátiz y los Finks a su vez improvisaban ruidos locos. Este espectáculo se llamaba
El inconsciente colectivo. En Acapulco los sicodélicos oían al Pájaro y Love Army en el Whiskey a Go Go. En Tijuana, a los TJs. Las jipitecas para entonces usaban minúsculas minifaldas o faldones indios o hindúes, por ningún motivo se ponían brasier y tampoco se maquillaban, ni se rasuraban las axilas o se depilaban las piernas. Los hombres usaban pantalones acampanados, chalecos de piel sobre el torso desnudo o camisas de indio. Andaban descalzos o de huarache, o sea: eran patancha, muy andados.
En 1967, el bello Parque Hundido de la ciudad de México tuvo una fugaz condición de centro jipiteca, donde los chavos se atizaban, meditaban, hacian yoga, conectaban o intercambiaban ondas, ¿ya oíste a Vanilla Fudge?, ¿ya leíste Vida impersonal?, ¿o El Kybalion? Un día se les ocurrió organizar una especie de “be-in”, que en México más bien tuvo características de mitin de oposición. Se reunieron varios cientos de greñudos y oyeron los rollos de Horacio Barbarroja, de Darío el Pintor, de Gagarín el de la Lira y de Juan el de las Flores. Todos sentían que la represión estaba en el aire y procuraban no dar motivo para que los macanearan. Sin embargo, la policía no necesitaba razones y procedió a dispersarlos. Los macizos, cuya ingenuidad era proverbial, muy correctos pidieron tiempo para recoger la basura que habían tirado, y después de barrer y trapear las honduras del parque, a la voz de “Ah together now”, la canción de los Beatles, se reagruparon en Insurgentes y marcharon, cantaron y dieron flores a peatones y automovilistas. Al llegar al
Angel de la Independencia los granaderos los recibieron a macanazos.
A partir de ese momento se incrementó la represión antijipiteca.
En todo caso, las autoridades mexicanas, como antes los reporteros de Excélsior, mostraron una particular fobia hacia los jipiosos. Los arrestos tenían lugar sin motivo alguno, simplemente porque los agentes veían a jóvenes con el pelo largo.
Los rapaban, los golpeaban, los extorsionaban y después los consignaban por “delitos contra la salud”. De 1968 a 1972 la crujía Efe de la cárcel de Lecumberni acabó como la de Teotitlán: con hongos, flores, signos de la paz, murales sicodélicos y rock pesado en los altavoces del patio. Sus nuevos inquilinos eran los presos macizos, que con el tiempo fueron decenas de miles. Por supuesto, era un error grave encarcelar a los macizos, porque aunque violaban la ley al fumar mariguana y algunos la traficaban, en realidad no eran delincuentes, o lo eran de un tipo muy especial, y en todo caso requerían un tratamiento de otra naturaleza, pues en la cárcel eran expuestos a los delitos más graves y existía la posibilidad, que no se dio mucho, de que se volvieran verdaderos criminales.
Los jipitecas eran perfectamente conscientes de su rechazo al sistema y algunos de ellos también creían que podían cambiarlo a través de los alucinógenos (el lugar común: vaciar LSD en los grandes depósitos de agua de las ciudades). En tanto, había que vivir de algo. Algunos eran artistas, pintores y músicos sobre todo. Otros hacían artesanías. Unos más jipeaban a gusto con dinero que aún les daba papito. Por supuesto, había
profesionístas jóvenes. Otros tenían oficios: eran mecánicos, sastres, técnicos de electrónica. O empleados. Hasta sobrecargos de aviación. Todos ejercían sus habilidades en medio de los viajes y el rocanrol. Pero otros más estaban empecinados en la hueva y la pasadez total y malvivían del taloneo (que era pedir limosna a la gente, un cualquier-cualquier) y de los demás jipis, que los alivianaban un rato y después los
mandaban a volar. Esto hacía que hubiera jipitecas muy gandallas. Una buena cantidad se dedicó al dilereo: vender mariguana, ácidos, hongos, mescalina, silocibina, hashish, cocaína, velocidad, lo que fuera. Lo hacían convencidos de que llevaban el alimento para la cabeza, el vehículo para que los demás se prendieran y se les quítara lo fresa; se decían muerteros porque “mataban la personalidad chafa para que naciera el hombre nuevo”, además, decían, alguien tenía que hacerlo, ¿por qué no ellos? Se lanzaban a las faldas del Popocatépetl, del Iztaccíhuatl o del Pico de Orizaba; también se internaban en las sierras oaxaqueña, guerrerense, michoacana, jalisciense, y regresaban al Deefe cargados de kilos de mariguana que revendían con excesivas ganancias. Otros se lanzaban a San Francisco y compraban ácidos de Owsley en un dólar (aunque muchas veces les regalaban el LSD) y después los revendían en cuatro. No faltaron los jipitecas que se pusieron más ambiciosos y trataron de expanderse llevando mariguana a Estados Unidos, where the real money wos, pero acabaron en Lecumberri y realmente nunca hubo una verdadera mafia de jipis traficantes.
La forma de hablar de los jipitecas era muy sugerente, un caló que combinaba neologismos con términos de los estratos bajos, carcelarios, y se mezclaba con coloquialismos del inglés gringo, así es que se producía un auténtico espanglés: jipi, friquiar, fricaut (freak out), yoin (joint), díler (dealer), estón o estoncísimo (stoned), jai (high). Algunos de los términos eran totalmente nuevos (chido, irigote) o, si no, añadían nuevos sentidos a
palabras existentes, pues denotaban cosas, condiciones o estados que no se conocían, o con el significado que adquirían después de la experiencia sicodélica (la onda, agarrar la onda, salirse de onda, ser buena o mala onda, el patín, las vibras, azotarse, aplatanarse, alivianarse, friquearse, prenderse, atizarse, quemar). En buena medida los sicodélicos sentían que estaban inventando el mundo y que debían volver a nombrar las cosas. Jugaban mucho con las palabras. Se decían “maestros”, o “hijos”, como obvio pero irónico signo de
paz, amor y familiaridad, y utilizaban en abundancia las mal llamadas malas palabras, así es que, entre groserías y caló, lo que después fue llamado “lenguaje de la onda” en momentos podía ser un verdadero código para iniciados. A veces la decodificación era muy fácil, como cuando se puso de moda hablar al revés (“al vesre”), lo cual consistía en invertir las palabras bisílabas y en desplazar al final la primera sílaba de las trisílabas pero ciertamente podía ser más hermético cuando se refería a la droga (no eran nada pendejos). Todo mundo hablaba de astrología. Lo primero que se preguntaba era “¿cuál es tu signo?”, o “a que te adivino el signo”. A veces no se mencionaban nombres sino que se decían cosas como “llegó la géminis con un tauro, y la capricornia se salió de onda”. Los jipitecas tenían su carta astrológica y con ella querían medir con precisión su ingreso en la Era de Acuario, el eón que dejaría atrás la fe ciega de la Era de Piscis para que los misterios se revelaran. La nueva era no empezaba a funcionar a una hora exacta, aunque técnicamente se iniciaba en el 2001, sino que se trataba de algo individual: había quienes “entraron” en la Era de Acuario desde el siglo diecinueve y a lo largo del veinte, y otros sin duda seguirían en la Era de Piscis ya bien avanzado el siglo veintiuno. Aparte de que veían a la astrología como una fascinante muestra de tipos sicológicos, les gustaba porque era irracional, mágica. Naturalmente, con esto se inició lo que en los ochenta y noventa fue un auge astrológico.

Algunos se reunieron para formar comunas rurales, porque teman una elevada conciencia del deterioro ambiental en las ciudades y preferían “la onda no-esmog”. De esta forma se inició la conciencia ecológica que se manifestó con fuerza en todo México a partir de los años ochenta. Los chavos querían integrarse con la naturaleza y bastarse por sí mismos para romper la enajenante dependencia al sistema; como podían, cultivaban, cosechaban sus verduras y usaban fertilizantes naturales al compás del rocanrol mientras viajaban con LSD, hongos o peyote, o fumaban mariguana (siempre fumaban mariguana), liada en cigarros, en pipas comunes o de agua, o en hookahs. Por supuesto, ellos mismos la cultivaban. No había líderes formales, aunque siempre predominaba una personalidad, y todos se quitaban la ropa a cada rato; eran muy liberales en cuanto a la fidelidad de las parejas; los niños eran un poco hijos de todos, porque se trataba de experimentar un nuevo concepto de familia. También hacían artesanías: ropa de piel o de tela colorida, objetos de chaquira, collares, pulseras, matabachas, etcétera. Casi todos se inclinaban por el
vegetarianismo y el naturismo.

Las comunas jipitecas funcionaron accidentadamente durante algunos años, y en los años setenta se volvieron urbanas, pues los integrantes renunciaron al ideal de los pequeños núcleos humanos que se autoabastecen en la medida de lo posible y que crean sus propias reglas de comportamiento. Entre las más notorias se hallaba la de los chavos adinerados que se conoció como Hotel Gurdieff; la de El Vergel, en el valle de Oaxaca, capitaneada por Margarita Dalton, hermana de Roque Dalton y autora de la novela Larga sinfonía en D, en cuyas siglas también se lee LSD; Arcóiris, de Uruapan, y la de Huehuecóyotl en Amatián, en las alturas de Tepoztlán, la única que no sólo logró sobrevivir hasta los años noventa sino que se volvió próspera.

Rock e identidad juvenil en México

Los últimos años de los sesenta y la primera mitad de los setenta fueron testigos de un fenómeno contradictorio en relación con el rock hecho en México. Años de politización juvenil y de militancias múltiples, de crítica al rockanrol  por parte de una izquierda rígida y prematuramente envejecida. Años de sueños, de utopías hedonistas y socialistas, de hippies y militantes de una nueva vieja izquierda, de movimientos contraculturales y movimientos sociohistóricos. Entre lo instituyente y lo instituido, el movimiento estudiantil compuesto por jóvenes que buscaban modificar la vida cotidiana con un aquí y ahora que incomodaba a los miembros de una izquierda que prometía el reino de la libertad en un futuro lejano. El movimiento instituyente juvenil se partió en dos con el concierto de Avándaro, al que atacaron por igual el Estado y algunos militantes de una izquierda prematuramente envejecida. La identidad juvenil se debatía entre un rock cantado en inglés, las canciones del catalán Joan Manuel Serrat y las letanías latinoamericanas en una vuelta a lo folclórico que poco tenían que ver, a no ser con las nostalgias del origen campesino, con la vida de jóvenes que habían crecido entre los laberintos de concreto y asfalto y los cielos grises de las fábricas de la era de la sustitución de importaciones.
Para los jóvenes urbanos no había lugar en las canciones ni presencia en un cine mexicano en decadencia. Fuera de Los caifanes de José Luis Ibáñez y algunas películas de Jaime Humberto Hermosillo, las generaciones que nacieron después del periodo del llamado desarrollo estabilizador difícilmente se identificaban con los personajes de un cine que dio sus últimas patadas en el gobierno de Luis Echeverría, para ahogarse en definitiva en el sexenio siguiente con el empujón definitivo de la hermana del presidente en turno. Aquélla fue una generación que caminaba por la Alameda Central y tenía la cabeza en el Golden Gate Park, en el Greenwich Village o en Trafalgar Square. Los militantes ortodoxos hablaban del internacionalismo proletario y los hippietecas, mods del sur y rockers chilangos formaban parte de una cultura juvenil sin fronteras, con el rock como música de fondo. Identidades internacionales unificadas por los medios masivos de comunicación y el rock y su cultura contestataria.A diferencia de la composición social de las huestes hippies norteamericanas predominantemente clasemedieras, en México se incorporaron al “movimiento” hippie, además de la clase media alta, un buen contingente de jóvenes hijos de obreros, campesinos y empleados que estudiaban en los centros de educación superior de la época, en su mayoría públicos, miembros de la generación surgida del desarrollo estabilizador y de los últimos ecos populistas del Estado de la Revolución mexicana. Esa diferencia marca la singularidad que determinó la forma como fueron absorbidas las costumbres, lenguaje, música y visiones de la revolución provenientes del rock angloamericano de los sesenta y setenta.

Los "jipis"

Se había echado a andar la revolución sicodélica, el poder de las flores. En septiembre de 1965 el periodista Michael Fallon, del San Francisco Examiner, acuñó la palabra hippie en relación con la gente que vivía en Haight-Ashbury. Eran adictos al LSD, la mariguana y al rocanrol, creían en la paz y en el amor, y tendían a vivir comunalmente, compartiendo gastos. Cada quien hacía lo que quería. Hippie es un diminutivo de hip, un hermano menor del hipster, y textualmente significa “machín”, pero aquí desde un principio se mexicanizó como “jipi”. La prensa empezó a ocuparse de todo eso, y como resultado miles de jóvenes se mudaron a San Francisco, a Haight-Ashbury, a lomar ácido y rocanrolear. Dejaban todo: casa, estudios, trabajo, y se iban a agarrar su patín, a hacer lo que se les daba la gana, a sentirse libres aunque fuera sólo un sueño de juventud. A mediados de 1966 ya eran quince mil.
Ante el éxito de las pruebas de ácido y el sobrado público de jipis, se abrieron salones de rock como el Fillmore y el Avalon, que reproducían el formato de los Pranksters de luces, estroboscopios, proyecciones, LSD y rock. Surgieron los posters para los conciertos y con ellos todo un estilo de dibujo y diseño sicodélico pues trataba de evocar al LSD. Y los grupos de rock ácido: Grateful Dead, Big Brother con Jams Joplin, Jefferson Airplane, Quicksilver Messenger Service, Buffalo Springfield, The Charlatans. Todos ellos jipis de la peor calaña. Al estilo de los Pranksters, se formaron grandes grupos que vivían comunalmente, como Calliope Company, o The Family Dog (El Perro de la Familia) o The Diggers (los Excavadores, pero también “los que captan”), que eran alivianadísimos y repartían comida y ropa gratis, o Grateful Dead (vivían juntos los músicos, sus parejas y una bola de cuates; su líder, Jerry García, era tan atacado que se le conocía como el Capitán Viajes). Después, otros grupos se fueron al campo y allí establecieron comunas autárquicas
y libres de contaminación en la medida de lo posible. La mayor parte usaba el pelo largo o de plano se lo rapaba. Los jipis vestían loquísimo, con muchos colgandijos al cuello, muñecas y tobillos, faldas largas-largas o cortas-cortas, cintas en la frente, sombreros, botas, huaraches o de plano descalzos; otros extravagantes, de la más aferrada línea keseyana, se vestían como piratas o de plano usaban disfraces. O mejor, a la menor
provocación, se quitaban la ropa y andaban desnudos. Les fascinaba la bandera gringa y la usaban para todo, en calzones y pantaletas y en los papeles para forjar cigarros de mariguana. Se ponían flores y organizaban grandes reuniones colectivas, como los “be-ins” o “love-ins”, fiesta del amor, en las que se oía rock a todo decibel en medio de una densa niebla de mota.
Los jipis apreciaban las vías de acceso al inconsciente y, además de la astrología, se interesaban por todas las formas de adivinación, como la cartomancia (especialmente el tarot), la quiromancia, la numerología y el I Ching). También les atraía la magia, la teosofía, la alquimia, el budismo, el zen, el yoga, el tantrismo, el taoísmo y en general las religiones y el esoterismo de Oriente. Todo esto hizo que varios se volvieran lectores de Eliphas Levi, Madame Blavatsky, Gurdieff y Ouspenski, pero también de Richard Wilhelm, D. T. Suzuki,
Joseph Campbell, Mircea Eliade y Carl Gustav Jung. Fueron admiradores de Alicia en el país de tas maravillas, de Lewis Carroll, pues pensaban que era un útil manual de viaje psicodélico, al igual que El libro tibetano de los muertos, y por eso los seducía tanto. También fueron fans de El hobito y El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, la magistral saga de Bilbo y Frodo Baggins, que en realidad es una gran metáfora de un rito de iniciación espiritual.
En octubre de 1966 la ley prohibió y penó el consumo de alucinógenos, pero no pudo evitar que los jipis crecieran, se expandieran en diversas direcciones y cobraran notoriedad en una proporción desmesurada. Para principios de 1967 eran portada de revista, noticia de ocho columnas y tema de todo tipo de reportaje en los medios. Visitar Haight-Ashbury era obligado en el tour turístico de San Francisco, y en todo el mundo se hablaba de los jipis.
Mal, en su mayor parte. Se les difundía corno jóvenes mugrosos, holgazanes, parásitos y drogadictos. La extrema derecha, rednecks, kukluxklanes y casi todo el gobierno les cobraron verdadera animosidad y los satanizaron para que los rechazara la “mayoría silenciosa”. La policía no paraba con los arrestos y por eso se dijo que más que generación de las flores era la generación de las fianzas, porque todos los greñudos tarde o temprano eran arrestados.
En enero de 1967 un “be-in”, llamado Reunión de las Tribus, aglutinó a veinte mil jipis que se atacaron con el relámpago blanco de Owsley y oyeron a los viejos beatnik Ginsberg, Snyder y McClure, y al jefe Tirnothy Leary, además de bailar con Grateful Dead, Jefferson Airplane y Quicksilver Messenger Service. La reunión propuso el lema “haz el amor y no la guerra”, lo cual atrajo a los militantes pacifistas de la nueva izquierda. Después vino el Festival de Monterrey, junio de 1967, que congregó a cincuenta mil locos y unió a grandes
roqueros de Inglaterra (Eric Burdon, los Who) y de Estados Unidos (Bufalo Springfield, Jefferson Airplane, Country Joe and the Fish), además de que proyectó a niveles míticos a Janis Joplin y Jimi Hendrix, de que presentó en grande a Ravi Shankar y sus Pelados y de que roló un LSD conmemorativo: el Monterrey púrpura de Owsley. Para entonces el disco de los Beatles Sgt. Pepper ‘s Lonelyhearts Club Band se había convertido en himno para miles de psicodélicos, y como Bob Dylan proclamó “¡todo mundo tiene que ponerse hasta la madre!”, obedientes, crecían las legiones de mariguanos y aceitosos. La mariguana se
popularizaba más allá de los jipis, y darse un toque se estaba volviendo tan natural como tomar una copa. Se volvió “una droga social”. En Haight-Ashbury ya eran cincuenta mil los que protagonizaban el Verano del Amor. La policía reprimía las grandes reuniones públicas y los jipis, como Martin Luther King, recurrían a la gandhiana resistencia pasiva y lanzaban flores como respuesta.

Para entonces claramente había dos tipos de jipis: el austero, introvertido, religioso, riguroso, que venía de Timothy Leary y que incluso luchaba por crear una iglesia sicodélica, semejante a la Nativa Americana del peyote, para poder atacarse bajo la ley; y la extravertida, relajienta, dionisiaca, que venia de Ken Kesey. Ambos compartían la experiencia extática y a su manera creían que urgía un cambio profundo en la sociedad y que el LSD era indispensable en esa revolución porque transformaría a la sociedad desde abajo y desde dentro. Si no hubiesen expresado o sugerido esto en numerosas ocasiones, lo mostraba el notorio proselitismo para difundir el LSD-25 en todas partes. Era una auténtica revolución cultural y el sistema así lo entendió, por lo que prácticamente todos los protagonistas (Kesey, Hofmann, Rubin o Leary, quien vivió persecuciones por varias regiones del mundo) pasaron por la cárcel. Los cientos de miles de chavos que se fueron de jipis a su vez siempre padecieron acosos policíacos y la animadversión, la incomprensión y
la intolerancia de la sociedad en general. Todo esto en medio de. la guerra de Vietnam y de fuertes represiones en distintas universidades.
En general se había esparcido un clima generalizado de inconformidad juvenil que se manifestaba en una lucha intensa contra la guerra de Vietnam, en la revolución sicodélica, en la defensa de los derechos de los negros y los chicanos, y en los inicios de los movimientos Feminista y gay. En 1967 cincuenta jóvenes quemaban sus tarjetas de reclutamiento en Boston, lo que motivó un juicio célebre, pero al final fueron cientos de miles los jóvenes que se negaron a ir a la guerra. Después tuvo lugar una gigantesca marcha hacia el Pentágono,
en Washington, en la que el grupo de rock los Fugs (los Fugs!) exorcizó al edificio y otros locos lo trataron de hacer levitar. A partir de entonces las manifestaciones contra la guerra, al igual que los festivales de rock, se volverían de cientos de miles, como la moratoria de 1969, que reunió a trescientos mil pacifistas, mientras muchísimas banderas permanecían a media asta en todo Estados Unidos. Para esas fechas eran notorias las Panteras Negras, jóvenes militantes negros y macizos encabezados por Bobby Seale, Huey Newton y Elridge
Cleaver. También surgieron los Weathermen, que tomaron su nombre de un verso de Bob Dylan y que estaban en contra del sectarismo marxista y de la resistencia pasiva; había que “traer la guerra a casa”, decían Bill Ayers, Mark Rudd y Jeff Jones, todos ellos fans del Che Guevara. Y por supuesto, aparecieron los yipis; en 1968 Abbie Hoffman, anarcoloco de Nueva York, partidario de “quemar el dinero”, se unió a Jerry Rubin y a Tom Hayden, otros acelerados gruesos, y formaron el Partido Internacional de la Juventud (Youth International Party), de cuyas siglas, YIP, surgió el diminutivo yippies, que implicaba una vertiente politizada y anarquista de jipis. Los yipis sin duda aportaron grandes dosis de diversión de la buena, especialmente cuando Hoffman, Rubin y Hayden estuvieron entre los siete de Chicago, los disidentes arrestados y enjuiciados por las broncas de la Convención del Partido Demócrata de 1968. Rubin publicó un libro, Do it, donde se lee este célebre pasaje:
“Los adultos te han llenado de prohibiciones que has llegado a ver como naturales. Te dicen ‘haz dinero, trabaja, estudia, no forniques, no te drogues’. Pero tú tienes que hacer exactamente lo que los adultos te prohíben; no hagas lo que ellos te recomiendan. No confíes en nadie que tenga menos de treinta años.” Hoffman, por su parte, salió con títulos loquísimos como Revolution for the heil of it (que podría traducirse como “revolución nomás por mis huevos”) y el genial Steal this book (Róbate este libro), que naturalmente nadie quería editar y donde se asientan infinidad de modos de “chingarse al sistema”.
El esplendor de los jipis tuvo lugar a mediados de 1969, durante el Festival de Artes y Música de Woodstock, Nueva York, muy cerca de la vieja casa de Bob Dylan, donde se reunió casi medio millón de jóvenes para oír una gama muy rica de grupos de rock. Durante tres días la nación de Woodstock vivió en un estado de aguda intoxicación (te alucinógenos, alcohol, cocaína, anfetaminas y otro tipo de pastas, sin contar con el rocanrol, que, como se sabe, también puede ser un vicio pernicioso. Se trató de un inmenso recreo dionisiaco que transcurrió en paz porque todos se esforzaron para que así fuera. Había que demostrar que lo de la paz y el amor no era mero eslogan. El resultado fue un acontecimiento histórico de implicaciones insospechadas.

Sin embargo, a los tres meses tuvo lugar Altamont. Las cosas habían empezado a descomponerse en 1969 cuando Charles Manson, gurundanga de un grupo de jipis desquiciados, al compás de “Helter skelter” asesinó ritualmente a Sharon Tate y a sus amigos en Los Ángeles. Por primera vez aparecía la cara oscura de la sicodelia, que podía ser sumamente desagradable. Al jugar con contenidos de orden religioso obviamente se podían activar locuras místicas de alta peligrosidad. Al expanderse, la conciencia de los jipis había visto ideales formidables: paz, amor, reconexión con la naturaleza y con Dios; pero el mal también se manifestó en formas más crudas y temibles a partir de ese momento, pues, como se sabe, mientras más fuerte es la luz más intensa es la sombra. Esto se vio en el gran concierto gratuito que los Rolling Stones invitaron (para lavarse el complejo de culpa por no haber asistido a Woodstock) y que tuvo lugar en Altamont, California, muy cerca de San Francisco. Además de los Stones, estaban programados Grateful Dead y Jefferson Airplane, los grupos sanfranciscanos por excelencia. Se juntaron más de trescientos mil locos que, al revés de Woodstock, traían unas vibras siniestras; en la película Gimme shelter se puede sentir que un ambiente ominoso pendía desde un principio, los jipis daban salida a la irritabilidad y la intolerancia, y los pleitos se encendían continuamente. Nadie escuchó a Jefferson Airplane, y tampoco hicieron el menor caso a las patéticas admoniciones de Mick Jagger cuando los Rolling Stones tampoco lograron calmar a la multitud y sintonizarla en el espíritu de Woodstock. Por último, precisamente después de maltocar “Simpatía por el diablo”, uno de los Hell’s Angels que estaba a cargo del orden y la vigilancia asesinó a puñaladas a un negro, casi enfrente de Jagger y los Stones. Esto acabó con el concierto y después resultó un baño de agua helada, una desilusión profunda para muchísimos jipis y simpatizantes, y el inicio del fin de la revolución sicodélica. Poco después, los Beatles se escindieron en medio de pleitos de lavadero, John Lennon pronunció: “El sueño ha terminado”, y se precipitó la extinción de los jipis. Con el tiempo desaparecieron, pero su muerte no fue sólo de causas naturales, sino que el sistema nunca dejó de reprimirlos, satanizarlos y combatirlos con ferocidad.

Los años 60: Una era psicodelica

Los 60's son, sin duda, la década donde mas evoluciono la música. Quien puede olvidar a Bob Dylan, Los Beatles, The Who, Los Rolling Stones, The Byrds, en fin, muchas personas que se interesaron en la música y se dedicaron a hacerla mejor. Todo este movimiento, comenzado en los 50's por Chuck Berry, Elvis Presley, Little Richard, etc, marco a toda una generación.
Los años 50 fueron la época dorada del rock and roll y los adolescentes eran la nueva invención de los publicistas. La influencia de la nueva cultura juvenil se hizo patente en películas como Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955), en cuya banda sonora se podía escuchar el éxito Rock Around the Clock. Elvis Presley hizo su debut en la televisión estadounidense en 1956 en el programa The Tommy Dorsey Show y después de ello actuó en varias películas: Love Me Tender (1956), Jailhouse Rock (1957), Loving You (1957) y King Creole (1958). La encarnación de los deseos masculinos de los 50, Jayne Mansfield, protagonizó The Girl Can't Help It (1957.)
Los años 50 vieron nacer la cultura juvenil. Los adolescentes se desmarcaron de los gustos de sus padres y crearon su propia forma de vida. Por supuesto, tal acontecimiento tenía que contar con su propia banda sonora: el "rock & roll". Elvis Presley fue el primer ídolo de masas de una música que evolucionó espectacularmente a lo largo de las siguientes décadas y que siempre estuvo comandada por artistas anglosajones. En los 60 arrasaron The Beatles y The Rolling Stones, el folk de Bob Dylan o el rock urbano de The Velvet Underground
Elvis Presley no inventó el rock & roll, pero lo popularizó por todo el mundo con su salvaje forma de cantar meneando las caderas. En realidad, el rock es hijo de muchos estilos: country, jazz, folk, blues... 
En los años 50, las grandes estrellas fueron, además de Elvis, Chuck Berry, Paul Anka, Budy Holly, los Everly Brothers o Eddie Cochram.
La década de los 60 fue la de la gran explosión del rock: primero triunfaron los grupos femeninos -como The Ronettes-, la música surf -liderada por The Beach Boys- o el llamado sonido Tamla Motown -una de sus estrellas era Stevie Wonder-. Después, Liverpool se convirtió en el centro de atención gracias a un grupo llamado The Beatles, al que pronto le salió un competidor salvaje y loco por el blues: The Rolling Stones.
Durante los últimos años de la década brotó el movimiento hippie con sus proclamas de flower power y amor libre, íntimamente ligado a la música. Bob Dylan, Janis Joplin o Joan Baez se convirtieron en ídolos del folk-rock, mientras triunfaban Jimi Hendrix y The Doors. Al mismo tiempo se consolidaban el country rock -cuyos máximos exponentes fueron los Eagles-, el rock latino -Carlos Santana- o el rock de vanguardia. Esta última corriente fue liderada por The Velvet Underground, la banda de Lou Reed, y otros poetas urbanos neoyorquinos, como Patti Smith o Lou Reed.

El glamour de los años 50

Los renovados vientos de posguerra devolvieron femineidad y belleza a la mujer.
Durante estos años, las mujeres celebraron el fin de la guerra y se valieron de modelos espléndidos para mostrar su “vuelta a la felicidad”. La sencillez y austeridad propia de los años 40, comenzó a quedar atrás.
El fin de los conflictos bélicos mundiales supuso todo un reacomodamiento de la rutina en el hogar, el cual, entre otras cosas, empujó a las mujeres a salir de sus casas y comenzar a forjar una cotidianidad más social, cimentada en las salidas y reuniones. Para esto la mujer necesitaba lucirse glamorosa y femenina.
Sin duda, uno de los grandes referentes de la década en cuanto a la moda fue el diseñador Christian Dior, quien impuso el llamado “New Look”, con el clásico traje de falda y chaqueta al cuerpo. También Chanel marcó su regreso con las polleras angostas, su nuevo traje de chaqueta ribeteada y los bolsos con cadenas.
Durante los años 50, la moda estuvo también influenciada por los artistas y personajes famosos del momento como Elvis Presley, Marlon Brando, Marilyn Monroe y Brigette Bardot.
Los peinados de la época oscilaban entre las imitaciones al look Elizhabeth Taylor, más bien corto y algo ondulado y las arreglos recogidos y con flequillo, más usual en las adolescentes. Los sombreros y moños, característicos de los 40, iban perdiendo protagonismo.
Modelos propios de esta década son los vestidos hasta la rodilla, de hombros anchos y cinturas bien sujetadas, tipo “avispa”, que pretendían dejar a la vista las curvas armoniosas de la mujer.
De manera paralela al glamour ostentado por las mujeres, hace incursión también en esta década una moda juvenil, de carácter callejero denominada “Beatnik”, la cual estuvo caracterizada por un estilo desalineado que respondía a las influencias rockeras de aristas americanos.
En los 50, el look de amas de casa perfectas incluía combinaciones como el azul turquesa en las sombras y el naranja en los labios. El peinado, de postizos tiesos por la laca, reflejaba el mismo aire artificial del maquillaje.
Durante los años cincuenta, la mujer se vió de nuevo atrapada en un estrecho corsé, tanto en sentido literal como figurado. Tras haber apoyado a su marido durante la guerra, deseaba volver a ser totalmente femenina, y para ello renunció sin saberlo a parte del terreno ganado para meterse otra vez en la cocina: representaba el ideal de casita en el campo, perfectamente decorada a la última, con electrodomésticos que falicitaban las tareas y con un aspecto impecable desde la mañana a la noche.
La silueta del "New Look" también se reflejaba en la ropa de diario. Los trajes volvían a ser la parte principal del ropero de muchas mujeres. La mayoría de las faldas eran estrechas y llegaban a media pierna. Las chaquetas eran entalladas y presentaban un pequeño faldón, así como una solapa muy marcada, pero que no era muy larga.


Rock mexicano y contracultura

Generaciones de padres fáusticos que se niegan a morir. Padres equis para hijos equis. Padres que venden su alma al diablo aeróbico y de las ventas nocturnas de la televisión para retener una juventud que se les escapa de las manos y mantener sus ideas, sueños y utopías en tiempos que ya no les pertenecen. Ruckosaurios troveros, rockeros trabados y rockeros ortodoxos, padres de nuevas generaciones de hijos de una era sin choque generacional, sin ruptura, sin deslinde con la endeble autoridad paterna y la sutil posesión materna. Periodo largo e irresoluble, transición hacia la nada donde todo se vale. Han sido derrumbados los sueños y los ídolos del pasado inmediato y no se han construido los del presente. Mientras tanto, el rock, como las ideologías, los paradigmas y los paradogmas, es un fenómeno cultural atravesado por las contradicciones y la confusión que vive la sociedad en la era del desorden construido desde arriba. Los jóvenes que desde la década de los sesenta formaron parte de los movimientos de un estado naciente, de una ola social instituyente, que anunciaban grandes cambios que se fermentaron varios años atrás, y surgieron súbitamente sin anunciarse, sin convocarse, sin planearse, no son los mismos que viven un estado en el que prevalece lo instituido, una prolongada crisis que, a falta de salidas constructivas, eleva la decadencia al rango de virtud. Y, sin embargo, se mueve, el rock en español pasa a formar parte de la identidad globalizada de los jóvenes urbanitas que construyen su mundo sobre las ruinas de un sistema en crisis. En la actualidad, cuando la incertidumbre lleva a muchos a transitar hacia posiciones conservadoras; cuando, después de veinte años de regímenes neoliberales se ven los logros de la revancha empresarial en una cotidianidad “guetificada”, compartamentalizada; donde la división social, territorial y cultural está definida por el poder que da la posesión diferenciada de mercancías y las identidades se construyen sobre el consumo estratificado, cambiantes facetas de la joven historia del rock nacional,
El final de un siglo conservador y decadente
En el gabacho


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Y en México ¿qué?

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EXTRA


NOTA:
Los vídeos incluidos en este top 10 fueron seleccionados considerando la relevancia y popularidad de las canciones, en ningún momento he incluido canciones de mi agrado particular (eso vendrá después) ;).
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