Los últimos años de los sesenta y la primera mitad de los setenta fueron testigos de un fenómeno contradictorio en relación con el rock hecho en México. Años de politización juvenil y de militancias múltiples, de crítica al rockanrol por parte de una izquierda rígida y prematuramente envejecida. Años de sueños, de utopías hedonistas y socialistas, de hippies y militantes de una nueva vieja izquierda, de movimientos contraculturales y movimientos sociohistóricos. Entre lo instituyente y lo instituido, el movimiento estudiantil compuesto por jóvenes que buscaban modificar la vida cotidiana con un aquí y ahora que incomodaba a los miembros de una izquierda que prometía el reino de la libertad en un futuro lejano. El movimiento instituyente juvenil se partió en dos con el concierto de Avándaro, al que atacaron por igual el Estado y algunos militantes de una izquierda prematuramente envejecida. La identidad juvenil se debatía entre un rock cantado en inglés, las canciones del catalán Joan Manuel Serrat y las letanías latinoamericanas en una vuelta a lo folclórico que poco tenían que ver, a no ser con las nostalgias del origen campesino, con la vida de jóvenes que habían crecido entre los laberintos de concreto y asfalto y los cielos grises de las fábricas de la era de la sustitución de importaciones.
Para los jóvenes urbanos no había lugar en las canciones ni presencia en un cine mexicano en decadencia. Fuera de Los caifanes de José Luis Ibáñez y algunas películas de Jaime Humberto Hermosillo, las generaciones que nacieron después del periodo del llamado desarrollo estabilizador difícilmente se identificaban con los personajes de un cine que dio sus últimas patadas en el gobierno de Luis Echeverría, para ahogarse en definitiva en el sexenio siguiente con el empujón definitivo de la hermana del presidente en turno. Aquélla fue una generación que caminaba por la Alameda Central y tenía la cabeza en el Golden Gate Park, en el Greenwich Village o en Trafalgar Square. Los militantes ortodoxos hablaban del internacionalismo proletario y los hippietecas, mods del sur y rockers chilangos formaban parte de una cultura juvenil sin fronteras, con el rock como música de fondo. Identidades internacionales unificadas por los medios masivos de comunicación y el rock y su cultura contestataria.A diferencia de la composición social de las huestes hippies norteamericanas predominantemente clasemedieras, en México se incorporaron al “movimiento” hippie, además de la clase media alta, un buen contingente de jóvenes hijos de obreros, campesinos y empleados que estudiaban en los centros de educación superior de la época, en su mayoría públicos, miembros de la generación surgida del desarrollo estabilizador y de los últimos ecos populistas del Estado de la Revolución mexicana. Esa diferencia marca la singularidad que determinó la forma como fueron absorbidas las costumbres, lenguaje, música y visiones de la revolución provenientes del rock angloamericano de los sesenta y setenta.
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